La miro otra vez, en un silencio tan pesado que casi se puede masticar, no responde, pero me doy cuenta de inmediato de que no puede haberme oído, porque al parecer ni siquiera he pronunciado palabra alguna, claro, como si mi voz, esa que es tan dada a perderse en los vacíos de la nada, pudiera aún viajar a través de la distancia.
Etiquetas: conversación , espejo
La escena se repetía en su cabeza una y otra vez como una toma mal rodada, él, con la botella en la mano, el cigarrillo en otra, con su voz temblorosa de emoción, o de whisky, pidiéndole que viviera con él.
—Cásate conmigo. No lo pienses mas, ahora y aquí.
Ella, demasiado asustada, demasiado consciente de sus defectos y de los de él, aterrorizada por el futuro le dijo que no.
No quería unirse a alguien, por muy brillante que fuera pero una maquina de fumar y acostumbrado a cerrar los bares.
Pero ¿y si...?
Una vez en la habitación, se sentó ante su antigua máquina de escribir, pero no para terminar el guion de la película que ambos dirigían, aunque ella solo era la encargada de escribir las 'monsergas' (diálogos cortos entre mujeres), no, esta noche, escribiría otra cosa, un final feliz para su película, su futura historia.
El guión de mi vida.
Las palabras fluyeron como nunca. En su nueva versión, la luna seguía llena, las olas seguían susurrando. Pero esta vez, cuando él le pedía matrimonio, ella no respondía con dudas ni reproches.
—Sí
Susurraba en el papel.
Su historia transcurría en aquella misma playa, después de varios párrafos, en las que él prometía dejar de frecuentar los bares y alusiones al amor que sentía en sus entrañas, concluía tras varias páginas:
"Él sonreía, tiraba lejos la botella, se oyó lejano el ruido agudo de los cristales al estrellarse contra las rocas, envuelto en el sonido de las olas, la tomaba en brazos, se besaban apasionadamente y se casaban bajo la luz plateada, con el mar como único testigo."
Cuando terminó de escribir, se quedó mirando la última línea, su propio desenlace. Sintió que el miedo se desvanecía, como si al darle palabras a su deseo, se volviera real.
Tomó las hojas y salió de su habitación, caminó por el pasillo en silencio, llegó hasta la puerta de él y entró.
Allí estaba su máquina de escribir, en el centro del viejo escritorio de madera, con páginas dispersas de su anterior trabajo. Con cuidado, colocó su guion atrapado sobre el rodillo, alineado y listo para ser leído.
Sin dejar ninguna nota, sin explicaciones, regresó a su habitación.
A la mañana siguiente, él despertó con la resaca habitual y el peso del rechazo de la noche anterior aún colgado en el pecho. Se sirvió un café y se sentó frente a su máquina de escribir.
Y entonces lo vio.
Una hoja mecanografiada con un título que no recordaba haber escrito:
"El guion de mi vida".
Empezó a leer, al principio, aturdido, luego, con el pulso acelerado, cuando llegó a la última página, supo que tenía una segunda oportunidad.
Corrió por el pasillo y golpeó la puerta de ella, tal como venía especificado en el guion, cuando se abrió la puerta, él estaba ahí, con las hojas en la mano y los ojos llenos de algo nuevo.
—¿Esto es un guion o una propuesta?
Ella sonrió.
—Es el guion de la película de mi vida
Y esta vez, fue él quien dijo:
—Entonces, la rodaremos.
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La noticia corrió rápido por el barrio, aquella mañana, los vecinos encontraron el cuerpo tapado con una lúgubre lona gris, no se veía nada, solo la silueta rígida bajo el plástico. Algunos dijeron que lo habían dejado ahí en la madrugada, otros aseguraban haber escuchado ruidos extraños la noche anterior.
—Seguro fue un ajuste de cuentas
Murmuró un anciano, sacudiendo la cabeza.
La policía llegó poco después, acompañada por un par de operarios del ayuntamiento, los agentes rodearon la escena mientras cientos de curiosos se acercaban con cautela.
—Pobre hombre… Años ahí sentado, viendo pasar la vida.
—Se lo veía cansado, roto. ¿Nadie sospechaba nada?
—Bah, la gente ya no respeta nada. Lo dejaron hecho polvo.
—Dicen que los muy sádicos le rompieron las piernas, le quitaron la ropa, lo llenaron de arañazos y le tatuaron frases por todo el cuerpo.
—Le tiraron cerveza por encima e incluso le pegaron varios chicles en el culo.
Los murmullos crecieron hasta que uno de los operarios, con gesto aburrido, se agachó y levantó la lona de un tirón.
Silencio sepulcral ...
No había ningún cadáver, solo el viejo banco de madera, destrozado por el tiempo y el maltrato, los tablones estaban desencajados, las patas maltrechas, el respaldo cubierto de cicatrices, nombres grabados con navaja, declaraciones de amor desvanecidas por la lluvia, líquidos derramados y chicles petrificados en los rincones.
Pero lo peor eran las pintadas, frases obscenas, insultos a varios concejales, burlas a la autoridad, por eso la lona, no por respeto, sino por censura.
Los vecinos, desconcertados, se miraron unos a otros.
—Bueno…
tosió alguien
—Se puede decir que es un crimen, ¿no?
El operario soltó una carcajada y señaló un camión con una grúa.
—Sí, y nosotros somos los forenses.
Engancharon el banco con un arnés de acero y lo levantaron como a un cuerpo sin vida. Nadie dijo nada. Nadie hizo nada.
Solo lo vieron desaparecer en la caja del camión, camino a un destino desconocido.
Recuerdo aquella noche en que Els Joglars me invitaron a ver su espectáculo teatral 'M7 Catalonia', desde la trasera del escenario, un punto de vista inusual, prohibido para el público común pero con una mirada invertida de lo que se suponía debía ser visto. Había algo casi clandestino en observar desde allí, como si uno se convirtiera en voyeur de lo que ya era, en esencia, una representación.
En aquel montaje, una de las actrices se medio desnudaba de espaldas al público, como la modelo de esta foto, lo que significaba que lo hacía de frente a mí, no sabía si apartar la vista o aceptar el privilegio accidental de esa perspectiva secreta, han pasado años y por lo que veo, no lo he olvidado.
Ahora miro la foto de Mónica. Su espalda desnuda, el deslizamiento del satén, el juego de sombras y reflejos que traza la luz sobre su piel, pero lo que me perturba no es ella, sino los ojos en la pared. Seis pares de miradas, congeladas en distintos ángulos, clavándose como testigos mudos de un instante que, como mi recuerdo, se niega a desvanecerse.
Lidia y Mónica participaron en esta sesión con FahLoSue Esther Lobo, la fotógrafa creadora de esta imagen, la precisión con la que dispusieron las fotografías en la pared es admirable, la simetría inquieta, como si los ojos estuvieran allí desde siempre, aguardando la llegada de Mónica para que su presencia tuviera sentido.
En mi mente quizás la esperan a ella, la otra actriz, aquella de Els Joglars, aquella de mi recuerdo. Tal vez, en el fondo, miramos para ser vistos.
A fin de cuentas, ¿Qué es la memoria sino una pared cubierta de fragmentos congelados, dispuestos con una exactitud perturbadora?
Etiquetas: Esther Lobo , exhibicionismo , FahLoSue , fotos , miradas , ojos , voyeur
Carlos nunca había sido lo que podemos definir como un galán, un hombre con poca confianza en si mismo, su historial romántico podía resumirse en un par de citas incómodas y un beso accidental con su prima en un bautizo, lo cuál le provocaba un estado de insatisfacción permanente.
Pero todo cambió el día que vio aquel anuncio por televisión, por fin un hombre normal, como él, aplicándose desodorante y, en cuestión de segundos, hordas de mujeres lanzándose sobre él con un fervor digno de un Black Friday en tienda de ropa barata.
Para Carlos, ávido lector de cómics y devoto seguidor de Astérix y Obélix, aquello era una revelación comparable a la poción mágica de Panorámix el druida de los galos. Si un simple brebaje podía convertir a un aldeano enclenque en una máquina imparable de fuerza bruta, ¿por qué no iba a funcionar lo mismo con un desodorante y el atractivo sexual?
Iluminado por la idea de que la química podía suplir la genética, Carlos corrió a la perfumería más cercana, no compró un frasco, ni dos, no, él se llevó todo el estante. "Si una aplicación atrae a una mujer, imagina lo que hará un litro", pensó, con la lógica imbatible de quien se cree todo lo que sale por televisión y ha decidido poner su futuro en manos de un bote de aerosol.
Los primeros días fueron de pruebas, se rociaba con el entusiasmo de un jardinero fumigando plagas, salía a la calle un tanto preocupado por su integridad, pues en cualquier momento se podrían abalanzar las mujeres sobre él.
Pero de momento la única reacción femenina que obtuvo fue la mirada irritada de una anciana en el autobús, que tosió con una intensidad digna de una crisis asmática.
Persistió, seguro que era cuestión de dosis, la dobló, luego la triplicó. Su apartamento comenzó a adquirir un aroma que oscilaba entre "vestuario de gimnasio" y "explosión en fábrica de químicos".
En la oficina, sus compañeros empezaron a evitarlo con la sutileza de quien esquiva a uno de los que te acosan para venderte un seguro o piden tu firma para cualquier extraña causa. Una tarde, su jefe lo llamó a su despacho y, con un tono paternal, le preguntó si estaba teniendo "problemas personales".
Carlos no se desanimó. Tal vez el problema no era la cantidad, sino la estrategia, de modo que decidió hacer apariciones en lugares estratégicos, gimnasios, bares, parques y finalmente en la biblioteca, en cada uno de ellos, la reacción fue la misma, murmullos, miradas de reprobación, pero lo peor fue una mujer que, al pasar junto a él en una tienda, exclamó:
-"Dios, ¿qué es ese olor?".
Carlos sonrió confiado. La publicidad nunca decía cuánto tardaban en caer rendidas, faltaba la importante variable del "cuando".
El golpe final llegó en una fiesta, convencido de que aquel era el escenario perfecto para su glorioso debut como imán de féminas, se dio un último baño en su elixir afrodisíaco y entró con paso firme, a los pocos minutos, notó que el salón, antes abarrotado, comenzaba a despejarse en su área inmediata, finalmente, una amiga de la anfitriona se le acercó y, con una mueca de dolor, le preguntó si, por casualidad, había tenido un "accidente con un camión de ambientadores".
Aquella noche, Carlos entendió la dura verdad: la ciencia del marketing era más poderosa que la de la atracción. Sus ahorros estaban en la basura (o, más bien, invertidos en decenas de latas de desodorante acumuladas en su baño) y su vida amorosa, lejos de mejorar, ahora olía peor que nunca.
Desde entonces, Carlos aprendió una lección importante: el amor no se puede comprar en frascos de aerosol y sobre todo, que el olfato humano tiene un límite de tolerancia, ahora usa desodorante con moderación y ha descubierto que el mejor afrodisíaco sigue siendo no apestar.
La cámara, como siempre, estaba lista, no así su propietario.
Había venido al Carnaval de Sitges por recomendación de un colega, quien le aseguró que aquello trascendía, aquí era distinto, "solo lo entenderás si vienes", "es el desenfreno hecho arte", le dijo.
Claro que aquel colega también le había asegurado que los móviles nunca reemplazarían a los fotógrafos profesionales. Y sin embargo, aquí estaba él, desplazado no por la tecnología, sino por algo aún más inesperado, una bailarina desatada.
Estaba en plena faena, ajustando el plano al encuadre, fijándose en una participante, de repente se esfumó la luz y apareció una nariz en el visor, tapándolo todo.
No caminó, no avanzó, sino que irrumpió en su campo visual como una explosión de lentejuelas y plumas. Su cuerpo era un compendio de ritmo y descaro. Sus ojos, un desafío con pestañas postizas.
Instintivamente, él levantó la cámara para captar el momento, era un gesto reflejo, casi una necesidad fisiológica, como parpadear o lamentar haberse pedido otra caña cuando ya iba justo de efectivo. Pero mientras su dedo índice apretaba el interruptor, ella se abalanzó sobre él y, con una destreza alarmante, apartó la cámara.
—¡No, sin fotos!
Dijo, con la autoridad de alguien que sabe exactamente lo que quiere
—¡Lo que yo quiero es que tu bailes!
Él parpadeó.
—¿Perdón?
—¡Que bailes, esta samba! ... Ahora, conmigo.
Y antes de que pudiera objetar, ella le agarró ambas manos. No en un gesto amable, sino con la determinación de una mujer que no iba a aceptar excusas. Le sacudió, se acercó a él, apretando con fuerza su cuerpo a la valla metafórica que delimita a los que actúan de los que miran y que ahora hacía su función, lo empujó al ritmo de la música. Él intentó protestar con la mirada, pero ella no le soltó. No lo haría hasta que lo viera meneando las caderas como un alma condenada al infierno de la danza.
Él, que toda su vida había creído que la vergüenza era un derecho humano inalienable, descubrió que estaba equivocado porque allí estaba, en medio de la multitud, todos pendientes de una escena, destellos de móviles captando el momento viral, testigos de la secuencia de él, sacudiéndose como una maraca averiada, mientras la risa de ella, clara, burlona, encantada, le hacía preguntarse si aquello era la humillación o la felicidad en su forma más pura.
Y entonces, cuando él empezaba a pensar que tal vez, solo tal vez, su espina dorsal jamás se recuperaría, ella desapareció con elegancia entre las plumas de su comparsa, como si fuera un plan preestablecido.
Se esfumó, así, sin más, sin despedirse, sin dejar rastro o al menos un recordatorio de cómo demonios se baila con cierta dignidad.
Confuso, empapado en sudor y con la sensación de haber participado involuntariamente en una broma cósmica, él miró a su cámara, que yacía en el suelo, abandonada como un testigo inútil. La recogió y revisó la última captura.
Allí estaba ella, congelada en un instante de pura euforia, su risa intacta, sus ojos ardiendo.
Las huellas que fueron, ahora "solo" son instantes que ya no vuelven.
Solo pueden quedar reflejadas en fotografías, porque las huellas en la arena son como las sombras que proporciona cada momento de luz en cada instante
Pero claro, no podían ser solo huellas de pies. Tenían que contar una historia, sugerir movimientos, recordar la presencia de alguien que ahora ya no está.
Primero intentamos con las pisadas, luego sin las mismas, después marcas del cuerpo sobre la arena y cuando por fin parecía que lo teníamos, resultó que también hacía falta una sombra bien definida, al atardecer, con el sol en el ángulo perfecto.
La arena, mientras tanto, seguía a lo suyo, borrar y borrar, todo rastro con el viento y las olas, como diciendo:
-“Miren qué bonito… pero no se aferren demasiado.”
Al final, reto conseguido o algo parecido. La imagen quedó nostálgica, evocadora… y solo un poquito frustrante. Porque lo que más quedó claro de todo esto es que intentar capturar lo efímero es un reto tan absurdo como entretenido.
Sergio se levantó temprano aquella mañana decidido a disfrutar de un día de playa. Con su sombrilla torcida, su toalla con un gusto dudoso por su estampado y un bronceador que olía más a coco que a protección solar, se acomodó en la arena y fijó la mirada en el horizonte, dispuesto a tomar el sol, no esperaba, sin embargo, encontrarse con lo que vería minutos después.
—¡Eh, oye! —oyó una voz cantarina, que venía de su izquierda.
Giró la cabeza y se topó con una criatura de belleza exótica, cabellera ondulada, piel bronceada y un escote tan desafiante como la marea alta. Pero lo que realmente le llamó la atención fue la reluciente cola de pez que ondeaba en el agua.
—¡Una sirena! —exclamó incrédulo—. Pero... ¿Cómo es posible?
Ella se encogió de hombros con una sonrisa coqueta.
—Soy playera, seguro que alguna vez me has visto tomando el sol, no siempre muestro mi cola.
—¿Tú tomas el sol? ¿Para qué? ¡Pero si eres mitad pez!
Sergio frunció el ceño, aunque... ahora que lo pienso, aprovecharé para preguntarte algo
—¿Dónde acaba la cola y empieza el... ejem... la parte trasera?
—Ah, ahí está el misterio
Respondió la sirena, sonriendo y batiendo contra el agua su mencionada cola de forma sugerente
—. Pero tranquilo, fuera del agua tenemos 'parte trasera'.
Sergio sintió que un sudor frío le recorría la espalda.
—¿Y qué más tenéis igual que las mujeres terrestres?
—Físicamente, somos mujeres, pero con más curvas
Respondió, guiñándole uno de sus grandes ojos azules.
—Claro, de tanto nadar se os queda un cuerpazo...
Sergio tragó saliva, pero estaba 'lanzado'
—. ¿Y las escamas? Supongo que serán resbaladizas...
—Para que tengas que agarrarte bien
Respondió ella con una risita.
Sergio no sabía si estaba teniendo una conversación o estaba cayendo en una trampa mitológica de proporciones épicas. Intentó recuperar la compostura y cambiar de tema.
—Bueno, si las sirenas tienen culo y curvas, seguro que también tienen otras cosas interesantes... ¡Ah! ¿Y cómo oléis? Porque supongo que no será a pescado...
—Depende. Algunas usamos algas Channel Nº5
Dijo ella en tono burlón.
Sergio inspiró profundamente y sonrió.
—¡Hueles bien, la verdad! Y tus escamas son ultra suaves...
—Puedes tocar la cola si quieres, pero cuidado, que es bastante aditiva.
Sergio dudó por un momento. Era un hombre culto y sabía que las sirenas podían hechizar a los hombres con su canto, pero nadie le había advertido sobre la textura sedosa de sus escamas. Se armó de valor y alargó la mano.
—Es... increíble... ¡Cómo se retuerce!
—Claro, es que eso pasa cuando una mano humana las toca por primera vez
Respondió la sirena con una sonrisa traviesa
—. ¿Te gusta bañarte en el mar?
—¡Por supuesto!
Sergio contestó entusiasmado
— Aunque me temo que el agua todavía está un poco fría...
—No seas cobardica, ven, en la parte poco profunda estarás bien
Le animó ella mientras se zambullía con gracia.
Sergio se metió al agua con cierto recelo, pero pronto se olvidó de la temperatura al ver cómo la sirena nadaba con cabriolas y saltos como si fuera un delfín. A cada giro, su piel relucía bajo el sol y su risa burbujeante lo envolvía.
—¡Ven, intenta atraparme!
Lo retó ella, sumergiéndose de nuevo.
Sergio avanzó con torpeza, salpicando más de lo que nadaba, mientras la sirena se deslizaba con una agilidad inalcanzable. Se lanzó tras ella, pero cada vez que parecía que la tenía cerca, un giro inesperado la alejaba de nuevo.
Cuando Sergio menos se lo esperaba, la sirena soltó una risita, con un elegante coletazo, desapareció en las aguas profundas. Por más que buscó, ella ya no estaba allí.
Atónito, miró a su alrededor y solo vio las ondas disipándose en la superficie. Al final, comprendió la lección:
Por muy seductoras que sean las promesas de un ser mitológico, las sirenas siempre son libres, inalcanzables, expertas en esfumarse justo cuando crees que las tienes y así, dentro del agua aún tiritando por el frío, Sergio aprendió que algunas fantasías están hechas solo para disfrutarse un rato... antes de que se escurran entre los dedos como la espuma del mar.
De: BELITA
Para: NADIA
Asunto: He cogido hora para el fisio
Mi querida Nadia, siguiendo tus sabios y nunca prescindibles consejos te he hecho caso y por fin me he decidido a llamar al fisioterapeuta que me recomendaste. El esguince esta acabando con mi ya de por si menguada paciencia así que he concluido que lo mejor era pedir cita con ese prodigio de hombre del que tan bien me has hablado. No puede recibirme hasta el martes pero ¿Qué son tres días? No es demasiado tiempo si realmente es capaz de obrar los milagros de que tanto me has hablado.
Eso si, apreciada amiga, sigo sin entender muy bien el que insistas en que le pida un reconocimiento exhaustivo y prolongado de todo mi cuerpo para determinar si existen rasgos psicosomáticos distintos del rubor o la hipertensión que me estén afectando, agradecería una aclaración al respecto.
Besos querida.
P.D.: Para serte del todo sincera también debo decirte que esta misma tarde he pedido cita en mi centro de estética, un hombre siempre es un hombre y yo soy muy sensible en esos casos, ya lo sabes, así que decididamente he optado por depilación integral, pedicura y manicura francesa
De: NADIA
Para: BELITA
Asunto: Re: He cogido hora para el fisio
Hola Belita:
Como me alegra que por fin te hayas decidido a llamar a Nicolás. Creo que no quedarás defraudada y que sus habilidades te dejarán ampliamente recuperada.
Es una buena idea ir depilada para la sesión del esguince. Al fin y al cabo una lesión así nadie sabe cómo puede repercutir en el resto de la pierna y todos esos nervios y tendones pueden estar afectados. Sería una pena que este verano no pudieras ponerte los shorts esos blancos que te compraste el año pasado.
Como referencia te diré que a mí hace dos veranos con una lesión de muñeca se portó estupendamente. Después de sesiones y sesiones empleándose a fondo con mi muñeca, prestaba toda su atención en que luego me fuera lo más relajada posible a casa. Llegó incluso a funciones fuera de su profesión (lo cual es muy de agradecer).
Para finalizar el tratamiento me sometió a arduas pruebas de evaluación a ver si mi muñeca estaba totalmente funcional.
Aquellas pruebas las hizo poniendo en juego su integridad, pues me hacía un examen de presión de mi mano en su miembro, pues es lo más fiable, como sabiamente dijo, para conocer como de precisos estaban mis dedos. También me hizo pruebas de giro, deslizamiento y sobre todo y más importante de velocidad y fricción.
Creo que pasé todas las pruebas, pues cuando terminó el examen Nicolás parecía medio inconsciente (se entrega tanto el pobrecito a su trabajo). Como no pude despedirme de él en condiciones dale recuerdos de mi parte y dile que en cuanto tenga cualquier traumatismo allí me tiene en la consulta.
Un beso guapa y ya me contarás.
Los reporteros bautizaron el caso como El juicio del destino, y aunque Ramiro apeló la sentencia, no pudo evitar convertirse en el protagonista de un sinfín de memes.
La primera cita con Laia había ido tan bien que, al despedirnos, ninguno quería que la noche terminara. Entre risas, decidimos hacer una parada rápida en el supermercado para comprar cuatro cosas que ella necesitaba para su casa.
Me di cuenta que compraba algo en un pasillo mientras yo miraba otras cosas, me di cuenta que no lo dejó en el carrito, insistió en pagar de modo que no le di mas importancia ella la bolsa.
Después de cenar y mientras estábamos hablando en el sofá, de repente dio uno de sus saltitos.
—¿Qué tal si hacemos algo divertido con esto? —me dijo con una mirada traviesa que hacía imposible decir que no.
Era un bote de sirope de chocolate.
Es como si hubiéramos puesto otra marcha, de repente el ambiente se llenó de complicidad. Laia estaba sentada en el sofá, riéndose, con las piernas cruzadas y su camiseta ligeramente levantada, dejando entrever su cintura. Decidí seguirle el juego.
—Hoy voy a ponerte un poco de sirope en un pezón. —Mi tono era juguetón, pero estaba claro que iba en serio.
—¡Cariñooo! —respondió entre risas nerviosas y una expresión que mezclaba timidez con curiosidad—. ¿Qué cosas dices?
—A ver… sácate un pecho.
No se hizo la remolona, se levantó la camiseta lentamente, dejando al descubierto solo el derecho.
—Solo uno, ¿eh? —bromeó, guiñándome un ojo.
—Mmmh, no está nada mal. —Mi mirada recorría su piel con una mezcla de admiración y deseo pero intentando que no se fijara sobre en aquel pecho.
—Pero creo que le falta un poco de color.
Abrí el tarro de sirope, y con un pincel de acuarela empecé a trabajar, dibujando círculos precisos alrededor de su aureola, como si fuera un lienzo.
—¡Ay, Sergio! Esto parece un anuncio de Nestlé —se burló entre risas y pequeños gemidos.
—No te muevas tanto —le advertí, aunque en realidad me encantaba ver, como daba pequeños saltitos cada vez que las cerdas del pincel le rozaban la aureola.
El sirope caía con lentitud, creando una aureola más oscura que contrastaba con la suavidad sonrosada de su pezón. Dibujé una línea que se extendía hacia abajo, formando un corazón en su abdomen.
—Cariño, qué romántico… —susurró, alzando los brazos cuando decidí quitarle la camiseta por completo.
—Es para que no se manche —justifiqué, acercándome más, hasta que mi rostro quedó a la altura de su pecho.
Tomé un momento para apreciar mi “obra maestra” antes de rozar su piel con la lengua, recogiendo el chocolate en movimientos lentos y calculados. Su piel reaccionó de inmediato, erizándose bajo mi toque.
—Sergio… esto es… —Su voz se quebró en un suspiro profundo.
—Completamente inocente, ¿verdad? —bromeé, aunque ambos sabíamos que era todo menos eso.
Sus respiraciones se entremezclaban con el aroma dulce del chocolate. Cada caricia, cada beso, convertía aquella noche en una experiencia única, como si el sirope no solo decorara su piel, sino que también sellara nuestro momento.
Cuando terminé, nos miramos y estallamos en carcajadas. Luego en el espejo comprobé como había quedado mi cara.
—Creo que esto merece una segunda cita… pero con nata montada —dijo Laia, mordiéndose el labio.
En ese instante, mientras recogía el pincel y limpiaba un hilo de sirope que había caído en la alfombra, me di cuenta de algo. Este tipo de momentos, tan intensos, tan llenos de química, siempre parecen trascendentales en el momento. Pero al día siguiente, cuando el chocolate está seco y el romance se reduce a una mancha pegajosa en tu camiseta favorita, te preguntas si no habría sido más sencillo simplemente comerse el postre como personas normales.
Así somos, pensé. Humanos, obsesionados con convertir lo cotidiano en algo eterno, cuando al final todo termina en la lavadora.
Don Cosme era un hombre de costumbres. Todos los martes y jueves, cargaba orgulloso sus siete hueveras de cartón, cuidadosamente alineadas en una torre inestable que desafiaba las leyes de la física y el sentido común. Cada una contenía 36 huevos, lo que hacía un total de 252 esferas de delicada fragilidad que él, por razones desconocidas, se negaba a transportar en más de un viaje. Quizá era una cuestión de virilidad, o tal vez un desafío personal al equilibrio universal.
El mercado quedaba a seis calles de su casa, Cosme un tipo previsor, ya había perfeccionado la ruta para evitar charcos, niños con balones y ancianas con andadores, aquella fatídica mañana, Cosme marchaba hacia su casa, erguido como un equilibrista amateur.
Sin embargo, aquel jueves, su atención quedó fatalmente desviada en el instante en que vio a la joven, inclinada sobre un murete de piedra, rebuscando en su bolso con la gracia distraída de quien ignora el impacto que causa, cabello en cascada, minifalda que apenas merecía el nombre, medias negras que parecían pintadas sobre sus piernas, y una postura que desafiaba a todo el mobiliario urbano, agachada sobre un muro de piedra, revisando algo en su tacón con una despreocupación que bordeaba lo erótico. Cosme detuvo su mente en seco, no porque le hiciera falta admirar más, sino porque su cerebro necesitaba tiempo para recalibrarse, no porque fuera un hombre que se detenía fácilmente, sino porque aquello no podía ignorarse, como un atardecer o una canción de Adele, no así sus piernas que ahora andaban a ciegas puesto que la vista estaba ocupada.
Sonrió, no una sonrisa cualquiera, sino esa que los hombres de mediana edad despliegan cuando creen que han encontrado en su mirada un resquicio de su juventud perdida, una sonrisa más grande que su prudencia, dio un paso hacia adelante, totalmente ajeno a la piel de plátano que yacía en el suelo, amarilla, traicionera y estratégicamente colocada como si el destino tuviera un pacto con los humoristas gráficos.
El pie derecho de Cosme aterrizó sobre el plátano con la precisión de un cirujano borracho. De inmediato, inercia, peso, falso apoyo y gravedad conspiraron para lanzarlo hacia atrás, como si estuviera ensayando una acrobacia de circo. La torre de hueveras voló por los aires, creando un espectáculo digno de un ballet ruso, cartón, huevos y clara suspendidos en cámara lenta.
El impacto fue glorioso. Los huevos estallaron como bombas biológicas en el pavimento, salpicando a todo lo que estuviera a menos de dos metros. Y, como si el universo no tuviera suficiente con la tragedia ovípara, una de las hueveras golpeó la espalda de la joven.
Ella se giró con una mezcla de sorpresa y horror. Tenía claras y yemas adheridas al cabello y a las medias, dándole un aspecto que podría describirse como "moda surrealista". Por un momento, solo el sonido de las gotas de huevo, chorreando rompían el silencio que llenó el aire.
El impacto no fue solo visual, ajena a todo se giró, sorprendida, para encontrarse con un hombre de mediana edad empapado en huevo, con la expresión de quien acaba de descubrir que su vida puede ir peor de lo que imaginaba.
Cosme desde su lecho de derrota, cubierto de huevo, cáscaras y dignidad rota, levantó la vista hacia ella. Sus labios temblaron, buscando palabras que no llegaban, aún en estado de shock, no podía decidir qué dolía más: su trasero, su ego o el precio de los huevos desperdiciados.
—¡Lo siento muchísimo! —logró articular al final.
La chica se miró las medias, ahora decoradas con claras y yemas que chorreaban lentamente, y luego a él. Su ceño fruncido inicial se deshizo en una carcajada cristalina que resonó por toda la calle. Era un sonido tan inesperado, tan puro, que Cosme olvidó momentáneamente el dolor en su trasero y la catástrofe económica de los huevos perdidos.
—¿Está bien? —preguntó ella, acercándose.
—Eso depende de si me matará ahora o me dará tiempo para disculparme otra vez. —Cosme intentó sonreír, aunque la clara en su cabello le daba un aire de recién salido de un laboratorio fallido.
Ella rio de nuevo con ganas, y esta vez él también. Algo en su risa derritió el bochorno, como si los huevos rotos no fueran una tragedia, sino un preludio de algo inesperadamente bueno.
—Soy Marta —dijo, tendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse.
—Cosme —respondió él, aceptando la ayuda. En ese contacto breve, algo chispeó, un extraño entendimiento entre dos extraños que ahora compartían un momento tan absurdo que solo podía ser memorable. Ella miró las hueveras destrozadas, los charcos amarillos y las claras pegajosas en su cabello.
—Pues mira, no se puede decir que tu entrada no haya sido… impactante.
—Lo mío son los efectos especiales. —Cosme, recuperado del susto, le dedicó una mirada cómplice.
Marta sonrió y, sin saber exactamente por qué, se ofreció a acompañarlo a casa. Él aceptó, claro, porque una mujer que no solo se ríe de tus desastres, sino que los comparte contigo, bien merece una caminata entre huevos rotos.
Y así, entre risas, restos de cartón y una clara complicidad naciente, Don Cosme descubrió que, a veces, la vida no solo es una suma de pequeños equilibrios, sino de grandes sorpresas.