domingo, 27 de abril de 2014

Te he sentido todo el tiempo muy cerca, aunque el tiempo no nos haya sentido a nosotros. Te he sentido todo el tiempo y sé que el tiempo se escapa, necesito flotar en esa habitación, la tuya, feliz y completamente desinhibido para ver como duermes tranquila.

Ayer tomé una botella entera de whisky, acompañada solo con hielo para que no me abrasara la garganta ..... Sí, lo oyes bien, ayer me emborraché.

Todo daba vueltas en mi alrededor inmediato. Me hacía tanta gracia que las paredes de mi habitación diesen vueltas, que decidí poner la música a todo volumen e intentar alcanzar las paredes con mis dedos.

Iba tan rápido que sin darme cuenta despegué.....

Durante el vuelo pensaba en cual sería mi destino.
Pero enseguida lo supe. Estaba en tu habitación, frente a tu cama, tu dormías tranquila. Incluso dormida eres insoportablemente preciosa.

En ese momento un rayo azulado de luna furtivo, me dejó adivinar las curvas de tu cuerpo bajo las sábanas en aquella oscuridad, acompasada a tu respiración tranquila, bendije al rayo para que me dejara ver tus labios inertes, reposando tranquilamente.

Pero al acercarme a besarte tropecé con la cama de mi habitación y caí. Con el mareo tuve que levantarme del suelo.

La lluvia al chocar con la ventana, repetía tu nombre, tan estrepitosamente, que se colaba en mi mente y junto con el alcohol golpeaba mi ya tocada cabeza. Me di cuenta de que algo sonaba mas alto que la música e incluso mas que la lluvia en la ventana. 
Era tu respiración amplificada retumbando en mi cerebro.

Estás cerca, muy cerca. 
La tentación de volverme es casi irresistible, pero me recreo en el límite de la voluntad, alargando el tiempo de ficción al máximo para evitar que la realidad me deprima aún mas. 

Mi sonrisa se ensancha al comprobar que se va a producir una desobediencia por parte de mi cuerpo, se gira hacia ti, no puedo, ni quiero, detenerlo. 
Ahora te siento aún mas cerca, enfrente de mí. 
Tal vez nos separen unos centímetros, o quizá milímetros, no tengo forma de saberlo.

Adelanto mis manos para acariciarte, me detengo a escasos milímetros de tu piel. No puedo verte, pero casi puedo sentirte. 
Paladeo la anticipación que embarga a mi corazón, me niego a acariciar tu suave piel, tan dulce y delicada 

Tus manos tampoco están quietas, no pueden estarlo, y recorren suavemente mi rostro sin tocarlo, hasta entrelazarse en mi nuca. Me atraes hacia ti, y mientras lo haces mi corazón bombea aún a mas velocidad, me sumerjo en tu aroma, en tu tacto.

Nuestros labios por fin se tocan sin rozarse, la sensación mas dulce del mundo. La suavidad de tus labios buscando los míos me provoca una serie de descargas eléctricas imperceptibles que recorren mi columna. 

Mi mente se ve asaltada por un millar de sensaciones placenteras y el mundo desaparece, solo estamos tu y yo. 
Presiento que tu también has cerrado los ojos, pues he podido notar el aire de tus pestañas, cerrando los párpados, disfrutando tanto como yo de las sensaciones que recorren tu cuerpo. El beso se va impregnando de pasión, tu corazón late a la par que el mío, tu respiración se hace mas fuerte y profunda.

Los dos nos separamos a la vez, sintiéndonos felices, amados. Tu abres tus ojos y los clavas de nuevo en mis cerrados párpados. Sonríes y mi corazón casi estalla de felicidad. 



Abro los ojos para verte... y me encuentro de nuevo en mi habitación. Solo, pero feliz porque sé que no lo estaré siempre. Sé que cuando te vea, todo se hará realidad, que tu me amas tanto como yo te amo a ti. 
Ayer me emborraché, pero fue de alcohol y no de tus besos.

Sonriendo, me aparto de la ventana, a escribir esto para ti.

lunes, 21 de abril de 2014

Cuando se es investigador privado, uno ha de aprender a confiar en sus corazonadas. Por eso en el momento en que un tipo tembloroso como un flan llamado Word Babcock entró en mi oficina y puso las cartas sobre la mesa, debí haber hecho caso del escalofrío glacial que sacudió mi espinazo.
—¿Kaiser? —preguntó—. ¿Kaiser Lupowitz?
—Eso es lo que pone en mi licencia —admití.
—Tiene que ayudarme. Me están haciendo un chantaje. ¡Por favor!
Se agitaba como el animador de una orquesta de rumba. Le empujé un vaso por encima de la mesa y la botella de whisky que guardo a mano con propósitos no medicinales.
—¿Qué le parece si se tranquiliza y me lo cuenta todo?
—¿No... no se lo dirá luego a mi mujer?
—-Hablemos claro, Word. No puedo hacerle promesas.
Intentó servirse un trago, pero el tintineo podía oírse al otro lado de la calle, y la mayor parte del licor fue a parar a sus zapatos.
—Soy un honrado trabajador —explicó—. Mantenimiento de máquinas. Construyo y reparo vibradores. Ya sabe... esos aparatitos tan divertidos que dan un calambre al estrechar la mano.
—¿Y bien?
—A muchos ejecutivos les gusta. Sobre todo a lo largo de Wall Street.
—Vaya al grano.
—Ahí voy precisamente. pero ya sabe que el camino... es difícil. Oh, no es lo que está pensando. Mire, Kaiser, soy fundamentalmente un intelectual. Uno se puede buscar todas las furcias que quiera, claro. Pero mujeres inteligentes de verdad... no resultan fáciles de encontrar a corto plazo.
—Continúe.
—Bueno, oí hablar de una chica. Dieciocho años. Estudiante en Vassar. Por una cantidad, te viene y discute el tema que sea... Proust, Yeats, antropología. Un intercambio de ideas. ¿Comprende dónde voy a parar?
—No exactamente.
—Mi mujer es algo grande, de veras, de veras, no me entienda mal. Pero no es capaz de discutir sobre Pound conmigo. O sobre Elliot. Yo no lo sabía cuando me casé con ella. Mire, necesito a una mujer cuya mente me estimule, Kaiser. Y no me importa pagar por eso. no busco ningún enredo... quiero una experiencia intelectual rápida, y luego quiero que la chica se largue. Dios mío, Kaiser, soy un hombre casado y feliz.
—¿Cuánto tiempo dura esto?
—Seis meses. Cuando me vienen ganas, llamo a Flossie. Es una madame, y tiene un título de doctor en literatura comparada. Ella me envía a una intelectual, ¿comprende?
Así que era uno de esos tipos cuya flaqueza son las mujeres con cerebro. Sentí lástima del pobre imbécil. Imaginé que habría muchos individuos en su situación, hambrientos de unas migajas de comunicación intelectual con el sexo opuesto y por la que pagarían un precio exorbitante.
—Ahora amenaza con contárselo a mi esposa —gimió.
—¿Quién?
—Flossie. Escondieron un magnetofón en la habitación del motel. Me grabaron en cinta mientras discutía La tierra baldía y Estilos de voluntad radical, y, bueno, estaba llegando a algunas conclusiones. Quieren diez grandes o se lo contarán a Carla. ¡Kaiser, tiene que ayudarme! Carla se moriría si llegara a enterarse de que no me enciende el quinqué.
El viejo tinglado de la prostitución. Había oído rumores de que los chicos de la jefatura se traían algo entre manos en relación con un grupo de mujeres instruídas, pero de momento estaban sin ninguna pista.
—Llame a Flossie, quiero hablar con ella.
—¿Cómo?
—Me haré cargo de su caso, Word. Pero cobro cincuenta dólares al día, más los gastos. Tendrá que reparar un montón de vibradores.
—Nunca será más de diez de los grandes, estoy seguro —comentó con una sonrisa mientras cogía el teléfono para marcar un número.
Le guiñé un ojo cuando me tendió el auricular. Estaba empezando a caerme bien: Unos segundos más tarde, respondió una voz sedosa, y le expliqué mis deseos.
—Tengo entendido que usted puede ayudarme a conseguir una hora de charla agradable.
—Claro que sí, guapo. ¿Quiere algo en concreto?
—Me gustaría discutir sobre Melville.
—¿Moby Dick o sus novelas cortas?
—¿Qué diferencia hay?
—El precio. Eso es todo. El simbolismo se cobra aparte.
—¿Por cuánto me saldría?
—Cincuenta, tal vez unos cien por Moby Dick. ¿Le gustaría una discusión comparada... Melville y Hawthorne? Se lo podría dejar por cien.
—Me parece bien —contesté y le di el número de una habitación en el Plaza.
—¿Prefiere una morena o una rubia?
—Sorpréndame —le dije, y colgué.
Me afeité y engullí unas tazas de café negro, mientras repasaba los esquemas de literatura del Monarch College. Apenas había pasado una hora cuando sonaron los golpes en la puerta. la abrí, y en el umbral se erguía una joven pelirroja metida en sus anchos pantalones como dos cucharadas grandes de helado de vainilla.
—Hola, soy Sherry.
Sabían realmente cómo satisfacer las fantasías de uno. Pelo largo, suelto, bolsas de cuero, pendientes de plata, sin maquillaje.
—Me sorprende que hayas podido llegar hasta aquí vestida de ese modo —observé—. El detective sabe distinguir a las intelectuales.
—Con un billete de cinco no distingue nada.
—¿Empezamos? —propuse, empujándola hacia el sofá.
Encendió un cigarrillo y fue derecho al grano.
—Creo que podríamos comenzar considerando Billy Budd como una justificación que Melville sugiere de los caminos de Dios hacia el hombre, n'est-ce pas?
—Interesante, aunque no desde un punto de vista miltoniano.
Era una finta. Me interesaba ver si valía para el oficio.
—No. A El paraíso perdido le falta la subestructura del pesimismo.
Valía.
—Cierto, cierto. Dios mío, tienes razón —murmuré.
—Creo que Melville reafirmó las virtudes de la inocencia en un sentido genuino, pero aun así sofisticado, ¿no estás de acuerdo?
La dejé continuar. Apenas tenía diecinueve años, pero mostraba ya la ductilidad encallecida de la pseudointelectual. Desgranaba sus ideas con labia, pero en el fondo era todo mecánico. Cada vez que yo le brindaba una intuición, ella fingía placer:
—Oh, sí, Kaiser. Sí, chico, es muy profundo. Una comprensión platónica del cristianismo... ¿por qué no me habré dado cuenta antes?
Hablamos alrededor de una hora, hasta que ella dijo que tenía que irse. Cuando se levantó, le tendí un billete de cien.
—Gracias, cariño.
—Puede haber muchos más.
—¿Qué quieres decir?
—Había picado su curiosidad. Volvió a sentarse.
—Supongamos que quisiera... organizar una fiesta —anuncié.
—¿Qué clase de fiesta?
—Supongamos que quisiera tener una charla sobre Noam Chomsky con dos chicas.
—Oh, caramba.
—Si prefieres dejarlo correr...
—Tendrías que hablar con Flossie —dijo—. Eso cuesta mucho.
Era el momento de apretarle las clavijas. Lucí mi insignia de investigador privado y le informé que habían caído en una trampa.
—¿Qué?
—Soy un poli, preciosa, y discutir sobre Melville por dinero es un 802. Te va a salir una buena temporada.
—¡Asqueroso!
—Será mejor que confieses, muñeca, a menos que prefieras contar tu historia en la oficina de Alfred Kazin, y no creo que le haga muy feliz escucharla.
La chica se echó a llorar.
—No me entregues, Kaiser —imploró—. Necesitaba el dinero para acabar el doctorado. Me negaron una beca. Dos veces. Oh, Dios mío.
Lo soltó todo... la historia completa. Educación Central Park West. Campos de verano socialistas, Brandeis. Era igual que todas esas chicas que ves haciendo cola delante del Elgin o del Thalia, o que escriben con lápiz "Sí, muy cierto" en el margen de algún libro sobre Kant. Sólo que en algunas paredes del trayecto había hecho un viraje equivocado.
—Necesitaba dinero en efectivo. Una amiga me contó que conocía a un individuo casado cuya esposa no era muy profunda. Estaba chiflado por Blake. Ella no podía satisfacerle. Yo dije que bueno, que por una cantidad podía hablar de Blake con él. Me sentí muy nerviosa al principio. Tuve que fingir casi todo el tiempo. A él no le importó. Mi amiga me dijo que había otros. Oh, no es la primera vez que me atrapan. Me pescaron leyendo Commentary en un coche aparcad, y otra vez me pararon y me registraron en Tanglewood. Si ahora me cogen por tercera vez iré a la cárcel.
—Entonces llévame hasta Flossie.
Se mordió el labio y dijo:
—La librería universitaria Hunter es una tapadera.
—¿Sí?
—Como esas barberías que camuflan centros de apuestas en la trastienda. Ya lo verás.
Hice una breve llamada a jefatura, y luego le dije a la chica:
—Está bien, muñeca. Puedes irte tranquilamente. Pero no salgas de la ciudad.
Inclinó su rostro hacia el mío con gratitud.
—Puedo conseguirte fotos de Dwight Macdonald leyendo —ofreció.
—Otra vez será.
Entré a la librería universitaria Hunter. El dependiente, un joven de ojos sensitivos, me salió al encuentro.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó.
—Estoy buscando una edición especial de Avisos a mí mismo. Tengo entendido que el autor ha hecho imprimir varios miles de ejemplares en panes de oro para los amigos.
—Tendré que comprobarlo —respondió—. Tenemos línea directa con la casa Mailer.
Le miré fijamente.
—Sherry me envía —anuncié.
—Oh, en ese caso pase a la trastienda —indicó.
Apretó el botón. Una pared de libros se abrió, y penetró como un tonto en el bullicioso palacio de los placeres regentado por Flossie.
Paredes empapeladas de rojo y una decoración victoriana marcaban el tono. Muchachas pálidas y nerviosas con gafas de montura negra y pelo corto yacían indolentemente en sofás hojeando clásico Penguin provocativamente. Una rubia de ancha sonrisa me lanzó un guiño, indicando con la cabeza una habitación de arriba y dijo:
—Wallace Stevens, ¿eh?
Pero no se trataba únicamente de experiencias intelectuales, lo que se vendía allí eran también experiencias emotivas. por cincuenta pavos, me dijeron, te podías "comunicar guardando las distancias". Por un centenar, una chica te prestaba sus discos de Bártok, cenaba contigo y te dejaba mirar mientras sufría un ataque de angustia. Por ciento cincuenta, podías escuchar la radio de FM con unas gemelas. Por tres billetes tenías el servicio completo: una hebrea morena y delgada fingía ligar contigo en el Museo de Arte Moderno, te dejaba leer su tesis, te metía en una discusión a gritos en el pub de Elaine sobre los conceptos de Freud acerca de la mujer, y luego simulaba el suicidio que tú eligieses... la velada perfecta, para ciertos individuos. bonito negocio. Gran ciudad, Nueva York.
—¿Te gusta mi juguete? —preguntó una voz a mi espalda.
Me volví y de pronto me encontré frente a frente con el cañón de una 38. soy un hombre de estómago bien templado, pero esta vez me dio un vuelco. Era Flossie, sin duda. La voz era la misma, pero Flossie era un hombre. Su rostro estaba cubierto por una máscara.
—No se lo va a creer —prosiguió—. Ni siquiera tengo el título. Me expulsaron por malas calificaciones.
—¿Es por eso que lleva máscara?
—Ideé una intrincada máquina para apoderarme de The New York Review of Books, pero para eso tenía que hacerme pasar por Lionel Trilling. Fui a México para operarme. Hay un médico en Juárez que presta a la gente los rasgos de Trilling... por una buena cantidad. Pero algo salió mal. Me sacó parecido a Auden, con la voz de Mary McCarthy. Por eso crucé la frontera de la ley.
Con presteza, antes de que su dedo pudiese apretar el gatillo, me puse en acción. Lanzándome hacia adelante, hice chocar un codo contra su mandíbula y me apoderé del revólver mientras caía. Se derrumbó como una tonelada de ladrillos. Gemía aún cuando llegó la policía.
—Buen trabajo, Kaiser —aprobó el sargento Holmes—. Cuando acabemos con ese tipo, el F.B.I. quiere tener una charla con él. Un pequeño asunto relacionado con jugadores de ventaja y una edición anotada del Infierno de Dante. Sacadlo fuera, muchachos.
Más avanzada la noche, busqué a una vieja conocida mía que se llamaba gloria. Era rubia. Y se había graduado cum laude. La diferencia está en que su título era de educación física. ¡Qué alivio!


La puta de Mensa, de Woody Allen

















Releyendo este magnífico texto, una minicomedia genial de W. Allen podemos reflexionar sobre las carencias que se dan en el transcurso diario de los individuos, físicas como el intercambio de fluidos, cuya comercialización es punible y condenable e intercambio intelectual cuya esencia la constituyen esas 'migajas' de comunicación que se obtienen de las redes sociales y que de momento no están comercializadas. 
Sería curioso que las meretrices apostadas en las autovías, pregunten que tipo de intercambio quieren: 

  • Fluidos
  • Intelectuales
  • Ambos  

Todos ellos por un módico precio y discreción. 

martes, 15 de abril de 2014







Oh!, mi amado... 
¿Por qué me habéis engañado?











Estaban en lo alto del torreón, la gente había acudido de todas partes, de aquí y de allá, nobles y plebeyos, juntos solo por esta vez y deseosos de contemplar en vivo el acontecimiento tan esperado.


El príncipe
Joven, de cabellos dorados, brillantes como el destello que produce el oro, ojos azules recién sacados del mar y ovalados como colas de delfín, vestido con ropas de tan elevado coste que en su conjunto ningún jornalero podría pagar, aunque trabajara toda la vida, adornos rojos, piedras preciosas brillantes que levantaban admiración en las retinas de los allí presentes, y henchida a la suave brisa una capa azulada de finas sedas y tacto exquisito.

El Rey y la Reina
En una mesa plagada de cubertería de oro y plata, tallada por las mejores manos del reino y con las mas abundantes viandas que imaginarse pueda, el Rey padre y la Reina madre se daban la mano y mantenían en la boca una quebrada sonrisa que no se había visto dibujada en sus bocas desde hacía años.

Soldados
Agrupados y disciplinados.
Dos perfectas filas de trompetas se elevaron con milimétrica precisión y sonaron con estruendo, soplando las notas que anunciaban la llegada de la Princesa.


La Princesa
La Princesa era como un cisne cuyos gráciles pies levantaban el polvo de la alfombra carmesí, las manos de los invitados aplaudieron tan pronto como la muchacha apareció ante ellos, era la mas bella y delicada, el fino y largo cabello de color caoba se mecía al viento, la mirada explosiva y ardiente cual Supernova expirando en sus últimas horas de vida, los suaves y carnosos labios, el superior apretándose contra el inferior, como se revuelcan dos enamorados en la cama de la boca, su admirable figura, perfecta, proporcionada en grado sumo como ninguno de los asistentes podrá llegar a ver en sus vidas.


Todo ello se esfumó como cenizas en el viento, cuando ella se giró a su amado, su supuesto enamorado, el hombre con el que iba a comprometerse por el resto de la eternidad, amarlo en vida y en muerte, en riqueza y pobreza, en salud y enfermedad hasta que la muerte envidiosa los separase, y le dijo esa terrible frase que encabeza esta historia y no repetiré por su dureza.


La muchedumbre

Amansada y muy agrupada, contuvo la respiración.
La sonrisa de Su Majestad el Rey desapareció del todo y la de Su Majestad la Reina cayó al suelo con silencioso estrépito.


El sol
Imperturbable siempre, esta vez se avergonzó y se escondió tímidamente tras las montañas.


Las aves
Revoloteaban alegres ajenas a la importancia de lo que ahí abajo acontecía, pues no entendían ni les importaban las complicaciones de los humanos.


El viento
Empujaba rabioso con fuerza al Príncipe en lo alto del torreón, enfurecido al oir en su cuerpo las tristes palabras de la Princesa con su tenue voz.


-Yo os amaba. Os quería más que aquello que los mortales no son capaces de llegar a entender, deseaba estar con vos hora por hora, minuto a minuto, segundo a segundo y me habéis traicionado.


-Me gustaría saber ¿Qué he hecho yo para merecer tal sufrimiento?
¿Qué veis en Dulcinea que no tenga yo?
Más aún, ¿por qué no os casasteis con ella en vez de declararos ante mi?


El Silencio.
Muy útil en esta ocasión, inquebrantable, ondas de quietud y jadeos mentales, mudos, nerviosos e impacientes.


-Mis reflexiones han atravesado un camino de espinas y me han llevado a la conclusión de que os divierte traicionar, os revolcáis en el barro del engaño y os emponzoñáis en el lodazal de la mentira. Queríais que os entregara mi alma, y luego destrozarla para verme sufrir, pues lo habéis conseguido, pero mas vais a lamentaros en cuanto veáis este cuerpo de virgen doncella que no disfrutaréis en absoluto..... arrojarse al vacío.

Ella y sus celestes ropas corrieron al borde de la almena y se arrojaron por el precipicio. 
Cayeron dibujando una parábola como un cometa con su cola ardiente.


La altura
Testigo de un vuelo trágico.


La ley de la gravedad
Manteniendo su aceleración prevista. Inalterable

El suelo 
Arrepentido de ser tan duro. Pero la abrazó con cariño y respeto.



Una ilusión
Quebrada.
El sueño secreto de miles de hombres allí congregados, se estrelló contra el suelo y mojó de rojo oscuro el verde del alto césped.
Su mano se abrió en un suspiro final y dejó mostrar una rosa con punzantes espinas que estaban clavadas en ella.

Oír la melodía del post ....

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