La casualidad del destino.
A Ramiro le gustaba pasear por aquella cala escondida, un rincón de arena blanca y aguas cristalinas donde las postales de ensueño parecían cobrar vida, era un lugar tan idílico que hasta el sentido común parecía tomarse vacaciones.
Un día, en plena comunión con el paisaje, divisó a una mujer tendida al sol, su cabello dorado era como una ola congelada en movimiento, su postura relajada y su sonrisa le recordaron a las musas de los cuadros clásicos ... aunque, para ser justos, su imaginación siempre había sido generosa con los paralelismos artísticos.
En un arrebato que él consideró casual y nada premeditado, Ramiro se acercó y le preguntó la hora, la joven, con toda la calma del mundo, rebuscó en su bolso, un movimiento que, según el propio Ramiro, "activó un engranaje de eventos tan desafortunados como inverosímiles". Cuando ella le dio la hora, él, absorto en su confusión hormonal, tropezó con una toalla enrollada y cayó sobre ella.
El resto, según su declaración, "fue obra de la gravedad y la precisión del azar pero en modo alguno intencionalidad premeditada".
El juicio del azar
La jueza, curtida en el arte de lidiar con testimonios inverosímiles, escuchaba a Ramiro con una mezcla de incredulidad y curiosidad profesional, mientras él narraba cómo "el destino" le había jugado una mala pasada, su rostro permanecía inexpresivo, aunque la ligera inclinación de su cabeza sugería que su paciencia estaba al borde del precipicio.
- ¿Así que todo fue casualidad?
Repitió la jueza, goteando escepticismo en su tono.
-Exactamente, señoría, la casualidad del destino
Insistió Ramiro, como si esas palabras fueran su amuleto verbal.
Para esclarecer los hechos y de paso poner a Ramiro en evidencia, la jueza ordenó una recreación de la escena.
Bajo el estrado, se dispusieron los elementos clave: una toalla enrollada, un bolso estratégicamente colocado y una actriz con experiencia en soportar ridiculeces.
-Proceda, don Ramiro.
Dijo la jueza, visiblemente irritada haciendo un esfuerzo hercúleo para mantener su entereza.
Ramiro, visiblemente nervioso, se colocó en posición. Dio dos pasos, tropezó con la toalla y, como en un espectáculo de slapstick, cayó. Pero el destino, siempre dispuesto a añadir un giro inesperado, decidió que la cosa no terminara ahí.
En su afán por observar mejor la escena, la jueza, que se había inclinado demasiado sobre el estrado, perdió el equilibrio. La toga, traicionada por un clavo traicionero, quedó enganchada y se deslizó de su cuerpo con la elegancia de una cortina arrancada de su barra. Lo que nadie esperaba, ni siquiera el destino, era que la jueza no llevara ropa interior.
El resto fue una mezcla de física, geometría improbable y un sentido del humor cósmico. Ramiro, aún boca arriba tras su aparatosa caída, recibió a la jueza con los brazos abiertos en un aterrizaje tan preciso como desafortunado. La sala quedó en silencio absoluto, salvo por unos leves gemidos que parecían provenir del rincón más lejano del universo.
El veredicto
El veredicto fue tan inevitable como la indignación de la jueza, aunque los hechos desafiaban la lógica, el tribunal no podía permitir que alguien "tan propenso a accidentes" vagara libremente. La jueza dictaminó una pena ejemplar: clases intensivas de coordinación, un curso de sensibilización sobre consentimiento y, por si acaso, la prohibición de acercarse a playas nudistas, toallas enrolladas y juzgados durante los próximos diez años.
Los reporteros bautizaron el caso como El juicio del destino, y aunque Ramiro apeló la sentencia, no pudo evitar convertirse en el protagonista de un sinfín de memes.
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