sábado, 21 de junio de 2025

 


He estado días con esta punzada, este aroma tan especial, este zumbido dulce y rancio que se cuela entre las aceras calientes y la tierra removida del jardín, Rico, mi enemigo y mi obsesión, mi espectáculo aéreo diario. Ese loro arrogante que una vez fue color y plumas y ruido... ahora es silencio enterrado.


He cavado, con las patas húmedas y los bigotes vibrando de angustia, hasta ahora no sabía que era tristeza, no sabía que lo podía doler. He arañado la tierra hasta romperme mis afiladas garras. Y ahí estabas.


Deshecho, con tus plumas de colores vivos sueltas pero tu cuerpo gris y ocre pero eras tú, Rico.


No eras solo un loro, eras mi loro, no mío de posesión, no. Mío de duelo, como solo el deseo puede hacer suyo a alguien, no te quería muerto, te quería mío, te quería asustado pero vivo, volando, mostrándome con altanería que no podía alcanzarte.


En una de las casas del barrio vivía una jaula, dentro, una criatura grande tan absurda, tan colorida, que parecía haber nacido del vómito de un arco iris, Rico, lo supe desde la primera vez que lo vi, colgado entre barrotes y migas de pan, que él no era de aquí. Tenía una tristeza en las plumas que no combinaba con su belleza, alma salvaje atrapada en un escenario barato, lo miraba desde mi muro. 

Él volaba y yo saltaba. hablaba con voz chillona y yo pensaba en el Amazonas aunque no sabía que era eso del "Amazonas" pero lo soñaba, porque él venía de allí, así lo comentaban sus propietarios, Rosa y Federico, humanos que siempre intentaban ahuyentarme, cuando me acercaba con inocente curiosidad. Blandían los brazos en alto, gritando:

—¡Aléjate de Rico maldito gato!


El viento me traía su olor dulzón, lo recordaba sin haberlo vivido, confieso que lo deseaba.

Un día lo toqué, mis garras sintieron el temblor de sus alas y todo fue tan fácil y tan decepcionante al mismo tiempo, no gritó como debía, no luchó como esperaba, su piel era muy suave y temblorosa, tanto que noté su hueso, era miedo, lo solté. Rosa gritó espantada, Federico resopló y lanzó un gruñido y yo me fui al muro, como cada tarde. Pero ya nada era igual, ya lo había probado.


Él, desde entonces, me miraba distinto. Ya no me odiaba. Me comprendía.


Desde su jaula, desde su patio, desde su decrepitud.


Rico envejecía. Lo notaba en su vuelo cada vez mas torpe, en sus chillidos apagados. Sus colores se iban volviendo pasteles, como si los recuerdos se le hubieran desteñido. Y yo... yo me quedaba allí, quieto, mirándolo. Viéndolo marchar. Día a día, pluma a pluma.


Hasta que un día no voló, hasta que un día no chilló, hasta que un día, no estuvo.


Entonces olí la tierra y cavé por una vez aunque no soy roedor.


Y te desenterré, Rico, porque eras mi enemigo, sí. Pero también eras el único que me miró como un igual, el único que entendió que no era hambre. Que no era caza. Que era... reconocimiento.


Ahora estás aquí, sin brillo, sin forma, ya no vuelas.


Y yo... yo me quedo aquí, sobre la tierra que cavé para encontrarte, observando el cielo vacío, el muro sin sentido, la jaula abandonada, por primera vez, en mi vida de gato, he comprendido lo que significa la pérdida.


No era libertad lo que tenías, ni lo que yo tengo, era la mirada, la tuya, la mía.


Lo que compartimos en ese instante suspendido entre vuelo y salto, entre garra y ala y ahora... sólo queda este olor desgardable que ya no es tuyo, pero que me perseguirá hasta el último muro de mi existencia.


Estaba terminando de cubrirlo, tierra húmeda, ese olor a hueso y tiempo, a despedida, no sabía si estaba enterrando a Rico de nuevo o a mí mismo, pero ahí estaba, con las patas sucias, el lomo agachado, los bigotes tristes, el corazón rugiendo despacio.


Y entonces oí el portón, el crujido del metal oxidado, Andrés mi dueño humano. Su voz:


—¡¿PERO QUÉ HAS HECHO, MALDITO GATO?!


Me erguí, no por culpa, no por sorpresa, como se yergue uno ante la tormenta ya sabía que no podría convencerle de que soy inocente, entre otra cosa porque no entiende mis maullidose.


—¡¿Lo mataste tú?! ¡¿Fuiste tú, asesino miserable?! ¡Con razón escarbabas la tierra como un psicópata con bigotes!


Lo miré asombrado poniendo una postura de sumisión enroscado sobre mi mismo.


Me di cuenta de que era alto, demasiado alto. Su cara se movía como el viento entre los árboles, con los ojos abiertos de par en par y los labios temblando como si las palabras fueran espinas, levantó un zapato.


No me moví.


Abrí los ojos, grandes, lentos. Le mostré las pupilas dilatadas del duelo, no del miedo. Le mostré que no huía, que no lo temía, que lo sentía mas que él mismo, aunque no supiera cómo decírselo.


—¡Tú eras el que siempre lo acechaba! ¡Siempre en el muro! ¡Siempre mirando! ¡Ya lo sabía!


Mi espalda se arqueó, no en amenaza, en plegaria gatil, luego me estiré largo, dolorido, como una línea que se quiebra en dos, el lomo temblaba, era una disculpa en lenguaje no verbal, gestos, poemas en músculos


Quise decirle:


—“No lo maté. Solo lo lloré.”


Quise maullar una elegía, pero no me salió, afortunadamente pués hubiera aún mas complicado las cosas, solo salió un gemido bajo lastimero, un hilo de aire partido.


Andrés lloraba. La rabia se le deshacía en los dedos como barro, me señaló, ya sin firmeza.


—¿Por qué, Terco? ¿Por qué a él?


Y entonces me senté de frente, con la cabeza baja pero sin bajar la dignidad.


Los asesinos no lloran sobre sus víctimas no les entierran con las patas, no les lamen las alas rotas con respeto.


Yo sí, quise decirle que Rico ya estaba cansado, que se me había ido volando sin alas que yo solo quería verle una vez más.


Pero todo lo que pude hacer fue cerrar los ojos muy lento y dejar que Andrés viera, en ese silencio y en esta sumisión lo que las palabras no pueden nombrar.


El mismo Andrés que antes me acariciaba con ternura… el que dejaba caer la mano por el borde del sofá como si no supiera que yo estaba abajo y al rozarme el lomo, decía: 


—“Ah, ¡ahí estás!”.


Como si no llevara todo el día esperándolo, ese Andrés ya no estaba.


Ahora tenía las manos cerradas, duras, como si en vez de dedos tuviera piedras, me miraba como si yo fuera un monstruo y no el mismo que dormía sobre su pecho las tardes de lluvia.


No sé si volverá ese momento, el momento en que éramos dos animales distintos pero parecidos, él lleno de palabras y yo lleno de presencias.


El momento en que me hablaba con voz bajita, como si me confiara secretos, cuando me llamaba “Terquito” y me decía que ojalá pudiera entenderle y yo lo entendía todo sin entender nada.


Ahora hay un muro, no de ladrillos, no de gritos, de dolor y yo… yo no sé trepar ese muro.


Porque no fui yo, Andrés, te juro por mis siete vidas que no fui yo, si pudiera volver atrás, si pudiera devolvértelo, si pudiera meterme en tus ojos para que vieras lo que vi…


Verías mi espanto, verías mis patas torpes sin pulgares intentar abrazarlo, verías mi culpa sin culpa, verías amor, aunque solo veas garras.


Ahora solo puedo esperar, quizás un día, cuando se te pase el temblor de la mandíbula, cuando te sientes en el sofá y dejes caer otra vez la mano… Quizás me acerque y quizás no la retires y si lo haces… Me quedaré quieto, con los ojos abiertos, recordando lo que fuimos, esperando lo que tal vez aún podamos volver a ser.


PD Para saber la versión de Andrés (el responsable de las futuras terapias de sus vecinos conviene leer su propia versión):


Y resucitó al tercer día

El Gato Profanador de Tumbas

El Testamento de Rico