martes, 21 de enero de 2025


La casualidad del destino. 


A Ramiro le gustaba pasear por aquella cala escondida, un rincón de arena blanca y aguas cristalinas donde las postales de ensueño parecían cobrar vida, era un lugar tan idílico que hasta el sentido común parecía tomarse vacaciones. 
Un día, en plena comunión con el paisaje, divisó a una mujer tendida al sol, su cabello dorado era como una ola congelada en movimiento, su postura relajada y su sonrisa le recordaron a las musas de los cuadros clásicos ... aunque, para ser justos, su imaginación siempre había sido generosa con los paralelismos artísticos. 
En un arrebato que él consideró casual y nada premeditado, Ramiro se acercó y le preguntó la hora, la joven, con toda la calma del mundo, rebuscó en su bolso, un movimiento que, según el propio Ramiro, "activó un engranaje de eventos tan desafortunados como inverosímiles". Cuando ella le dio la hora, él, absorto en su confusión hormonal, tropezó con una toalla enrollada y cayó sobre ella. 
El resto, según su declaración, "fue obra de la gravedad y la precisión del azar pero en modo alguno intencionalidad premeditada".

El juicio del azar 


La jueza, curtida en el arte de lidiar con testimonios inverosímiles, escuchaba a Ramiro con una mezcla de incredulidad y curiosidad profesional, mientras él narraba cómo "el destino" le había jugado una mala pasada, su rostro permanecía inexpresivo, aunque la ligera inclinación de su cabeza sugería que su paciencia estaba al borde del precipicio. 
 - ¿Así que todo fue casualidad? 
Repitió la jueza, goteando escepticismo en su tono.
-Exactamente, señoría, la casualidad del destino 
Insistió Ramiro, como si esas palabras fueran su amuleto verbal. 
Para esclarecer los hechos y de paso poner a Ramiro en evidencia, la jueza ordenó una recreación de la escena. 
Bajo el estrado, se dispusieron los elementos clave: una toalla enrollada, un bolso estratégicamente colocado y una actriz con experiencia en soportar ridiculeces. 
-Proceda, don Ramiro. 
Dijo la jueza, visiblemente irritada haciendo un esfuerzo hercúleo para mantener su entereza. 
Ramiro, visiblemente nervioso, se colocó en posición. Dio dos pasos, tropezó con la toalla y, como en un espectáculo de slapstick, cayó. Pero el destino, siempre dispuesto a añadir un giro inesperado, decidió que la cosa no terminara ahí. En su afán por observar mejor la escena, la jueza, que se había inclinado demasiado sobre el estrado, perdió el equilibrio. La toga, traicionada por un clavo traicionero, quedó enganchada y se deslizó de su cuerpo con la elegancia de una cortina arrancada de su barra. Lo que nadie esperaba, ni siquiera el destino, era que la jueza no llevara ropa interior. El resto fue una mezcla de física, geometría improbable y un sentido del humor cósmico. Ramiro, aún boca arriba tras su aparatosa caída, recibió a la jueza con los brazos abiertos en un aterrizaje tan preciso como desafortunado. La sala quedó en silencio absoluto, salvo por unos leves gemidos que parecían provenir del rincón más lejano del universo.

El veredicto


El veredicto fue tan inevitable como la indignación de la jueza, aunque los hechos desafiaban la lógica, el tribunal no podía permitir que alguien "tan propenso a accidentes" vagara libremente. La jueza dictaminó una pena ejemplar: clases intensivas de coordinación, un curso de sensibilización sobre consentimiento y, por si acaso, la prohibición de acercarse a playas nudistas, toallas enrolladas y juzgados durante los próximos diez años.

Los reporteros bautizaron el caso como El juicio del destino, y aunque Ramiro apeló la sentencia, no pudo evitar convertirse en el protagonista de un sinfín de memes.




jueves, 9 de enero de 2025

La primera cita con Laia había ido tan bien que, al despedirnos, ninguno quería que la noche terminara. Entre risas, decidimos hacer una parada rápida en el supermercado para comprar cuatro cosas que ella necesitaba para su casa. 

Me di cuenta que compraba algo en un pasillo mientras yo miraba otras cosas, me di cuenta que no lo dejó en el carrito, insistió en pagar de modo que no le di mas importancia ella la bolsa.

Después de cenar y mientras estábamos hablando en el sofá, de repente dio uno de sus saltitos.

—¿Qué tal si hacemos algo divertido con esto? —me dijo con una mirada traviesa que hacía imposible decir que no.

Era un bote de sirope de chocolate.

Es como si hubiéramos puesto otra marcha, de repente el ambiente se llenó de complicidad. Laia estaba sentada en el sofá, riéndose, con las piernas cruzadas y su camiseta ligeramente levantada, dejando entrever su cintura. Decidí seguirle el juego.

—Hoy voy a ponerte un poco de sirope en un pezón. —Mi tono era juguetón, pero estaba claro que iba en serio.

—¡Cariñooo! —respondió entre risas nerviosas y una expresión que mezclaba timidez con curiosidad—. ¿Qué cosas dices?

—A ver… sácate un pecho.

No se hizo la remolona, se levantó la camiseta lentamente, dejando al descubierto solo el derecho.

—Solo uno, ¿eh? —bromeó, guiñándome un ojo.

—Mmmh, no está nada mal. —Mi mirada recorría su piel con una mezcla de admiración y deseo pero intentando que no se fijara sobre en aquel pecho.

—Pero creo que le falta un poco de color.

Abrí el tarro de sirope, y con un pincel de acuarela empecé a trabajar, dibujando círculos precisos alrededor de su aureola, como si fuera un lienzo.

—¡Ay, Sergio! Esto parece un anuncio de Nestlé —se burló entre risas y pequeños gemidos.

—No te muevas tanto —le advertí, aunque en realidad me encantaba ver, como daba pequeños saltitos cada vez que las cerdas del pincel le rozaban la aureola.





El sirope caía con lentitud, creando una aureola más oscura que contrastaba con la suavidad sonrosada de su pezón. Dibujé una línea que se extendía hacia abajo, formando un corazón en su abdomen.

—Cariño, qué romántico… —susurró, alzando los brazos cuando decidí quitarle la camiseta por completo.

—Es para que no se manche —justifiqué, acercándome más, hasta que mi rostro quedó a la altura de su pecho.

Tomé un momento para apreciar mi “obra maestra” antes de rozar su piel con la lengua, recogiendo el chocolate en movimientos lentos y calculados. Su piel reaccionó de inmediato, erizándose bajo mi toque.

—Sergio… esto es… —Su voz se quebró en un suspiro profundo.

—Completamente inocente, ¿verdad? —bromeé, aunque ambos sabíamos que era todo menos eso.

Sus respiraciones se entremezclaban con el aroma dulce del chocolate. Cada caricia, cada beso, convertía aquella noche en una experiencia única, como si el sirope no solo decorara su piel, sino que también sellara nuestro momento.

Cuando terminé, nos miramos y estallamos en carcajadas. Luego en el espejo comprobé como había quedado mi cara.

—Creo que esto merece una segunda cita… pero con nata montada —dijo Laia, mordiéndose el labio.

En ese instante, mientras recogía el pincel y limpiaba un hilo de sirope que había caído en la alfombra, me di cuenta de algo. Este tipo de momentos, tan intensos, tan llenos de química, siempre parecen trascendentales en el momento. Pero al día siguiente, cuando el chocolate está seco y el romance se reduce a una mancha pegajosa en tu camiseta favorita, te preguntas si no habría sido más sencillo simplemente comerse el postre como personas normales.

Así somos, pensé. Humanos, obsesionados con convertir lo cotidiano en algo eterno, cuando al final todo termina en la lavadora.


jueves, 2 de enero de 2025


Amables lectores, antes de prejuzgar la terrible escena que se intuye, convendría dar una oportunidad a los distintos caminos a los que la narrativa pueda llevarnos. 

Don Cosme era un hombre de costumbres. Todos los martes y jueves, cargaba orgulloso sus siete hueveras de cartón, cuidadosamente alineadas en una torre inestable que desafiaba las leyes de la física y el sentido común. Cada una contenía 36 huevos, lo que hacía un total de 252 esferas de delicada fragilidad que él, por razones desconocidas, se negaba a transportar en más de un viaje. Quizá era una cuestión de virilidad, o tal vez un desafío personal al equilibrio universal.

El mercado quedaba a seis calles de su casa, Cosme un tipo previsor, ya había perfeccionado la ruta para evitar charcos, niños con balones y ancianas con andadores, aquella fatídica mañana, Cosme marchaba hacia su casa, erguido como un equilibrista amateur.

Sin embargo, aquel jueves, su atención quedó fatalmente desviada en el instante en que vio a la joven, inclinada sobre un murete de piedra, rebuscando en su bolso con la gracia distraída de quien ignora el impacto que causa, cabello en cascada, minifalda que apenas merecía el nombre, medias negras que parecían pintadas sobre sus piernas, y una postura que desafiaba a todo el mobiliario urbano, agachada sobre un muro de piedra, revisando algo en su tacón con una despreocupación que bordeaba lo erótico. Cosme detuvo su mente en seco, no porque le hiciera falta admirar más, sino porque su cerebro necesitaba tiempo para recalibrarse, no porque fuera un hombre que se detenía fácilmente, sino porque aquello no podía ignorarse, como un atardecer o una canción de Adele, no así sus piernas que ahora andaban a ciegas puesto que la vista estaba ocupada.

Sonrió, no una sonrisa cualquiera, sino esa que los hombres de mediana edad despliegan cuando creen que han encontrado en su mirada un resquicio de su juventud perdida, una sonrisa más grande que su prudencia, dio un paso hacia adelante, totalmente ajeno a la piel de plátano que yacía en el suelo, amarilla, traicionera y estratégicamente colocada como si el destino tuviera un pacto con los humoristas gráficos.

El pie derecho de Cosme aterrizó sobre el plátano con la precisión de un cirujano borracho. De inmediato, inercia, peso, falso apoyo y gravedad conspiraron para lanzarlo hacia atrás, como si estuviera ensayando una acrobacia de circo. La torre de hueveras voló por los aires, creando un espectáculo digno de un ballet ruso, cartón, huevos y clara suspendidos en cámara lenta.

El impacto fue glorioso. Los huevos estallaron como bombas biológicas en el pavimento, salpicando a todo lo que estuviera a menos de dos metros. Y, como si el universo no tuviera suficiente con la tragedia ovípara, una de las hueveras golpeó la espalda de la joven.

Ella se giró con una mezcla de sorpresa y horror. Tenía claras y yemas adheridas al cabello y a las medias, dándole un aspecto que podría describirse como "moda surrealista". Por un momento, solo el sonido de las gotas de huevo, chorreando rompían el silencio que llenó el aire.

El impacto no fue solo visual, ajena a todo se giró, sorprendida, para encontrarse con un hombre de mediana edad empapado en huevo, con la expresión de quien acaba de descubrir que su vida puede ir peor de lo que imaginaba.

Cosme desde su lecho de derrota, cubierto de huevo, cáscaras y dignidad rota, levantó la vista hacia ella. Sus labios temblaron, buscando palabras que no llegaban, aún en estado de shock, no podía decidir qué dolía más: su trasero, su ego o el precio de los huevos desperdiciados.

—¡Lo siento muchísimo! —logró articular al final. 

La chica se miró las medias, ahora decoradas con claras y yemas que chorreaban lentamente, y luego a él. Su ceño fruncido inicial se deshizo en una carcajada cristalina que resonó por toda la calle. Era un sonido tan inesperado, tan puro, que Cosme olvidó momentáneamente el dolor en su trasero y la catástrofe económica de los huevos perdidos.

—¿Está bien? —preguntó ella, acercándose.

—Eso depende de si me matará ahora o me dará tiempo para disculparme otra vez. —Cosme intentó sonreír, aunque la clara en su cabello le daba un aire de recién salido de un laboratorio fallido.

Ella rio de nuevo con ganas, y esta vez él también. Algo en su risa derritió el bochorno, como si los huevos rotos no fueran una tragedia, sino un preludio de algo inesperadamente bueno.

—Soy Marta —dijo, tendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse.

—Cosme —respondió él, aceptando la ayuda. En ese contacto breve, algo chispeó, un extraño entendimiento entre dos extraños que ahora compartían un momento tan absurdo que solo podía ser memorable. Ella miró las hueveras destrozadas, los charcos amarillos y las claras pegajosas en su cabello.

—Pues mira, no se puede decir que tu entrada no haya sido… impactante.

—Lo mío son los efectos especiales. —Cosme, recuperado del susto, le dedicó una mirada cómplice.

Marta sonrió y, sin saber exactamente por qué, se ofreció a acompañarlo a casa. Él aceptó, claro, porque una mujer que no solo se ríe de tus desastres, sino que los comparte contigo, bien merece una caminata entre huevos rotos.

Y así, entre risas, restos de cartón y una clara complicidad naciente, Don Cosme descubrió que, a veces, la vida no solo es una suma de pequeños equilibrios, sino de grandes sorpresas.



 

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