Paco y Román |
Estos dos personajes no nacieron indigentes ni marineros improvisados, todo tiene su pasado, incluso lo mas absurdo, Paco no siempre fue un náufrago alcohólico, sino —según él— algo mucho peor, un profesor de Educación Física en paro con veleidades náuticas.
Mucho antes de quedarse dormido sobre un timón ajeno, Paco había sido un hombre serio o al menos, eso decía él mismo con la convicción de quien ha contado tantas veces su historia que ha olvidado en qué momento empezó a mentir.
—Yo era profesor, ¿sabes? Educación Física, en un instituto de Sóller. El chándal me quedaba como un guante y el silbato lo usaba sólo para emergencias, nada de pitar por gusto, eso es de novatos
Le contó a Román una madrugada en la T1, mientras compartían un paquete de croissants caducados con la ternura de dos náufragos de la civilización.
Román no sabía si creerle, pero le gustaba escucharlo, Paco tenía ese don de los charlatanes de vocación, convertía cada desgracia en una epopeya y cada suspensión de empleo en una injusticia histórica. Aseguraba haber sido expulsado por “motivos ideológicos”, parece ser que los padres no estaban muy conformes con los signos evidentes de embriaguez del profesor que sus alumnos relataban detalladamente en sus respectivas casas.
—Pero lo mío era el mar. Siempre lo fue. La mar te habla, Román. La mar te dice cosas.
—¿Y qué te dijo a ti?
—Que me fuera, literalmente, me vomitó en la cara durante una regata amateur en 2003. Desde entonces no volví… hasta ahora.
Román, por su parte, no hablaba mucho de su pasado, sólo sabía que había trabajado en lo que él llamaba “la vida privada”, una expresión que abarcaba desde mozo de almacén hasta figurante en una serie de sobremesa. Su talento principal era desaparecer en lugares públicos y recordar letras de rancheras con precisión quirúrgica.
Su encuentro fue inevitable, como esos choques entre satélites que nadie calcula pero que acaban saliendo en las noticias. Coincidieron por primera vez en una sala de espera del Hospital Son Llàtzer, ambos por lesiones menores y con la misma expresión de quien no espera curarse, pero sí un café gratis. Desde entonces, inseparables. Paco tenía el verbo, Román la resignación, y entre los dos, una voluntad común: evitar cualquier cosa que implicara madrugar.
La idea de robar el velero no surgió de un plan. Surgió del aburrimiento y de una botella de vino semillena que rescataron de los restos de un botellón, con una etiqueta en ruso.
—Mira, Román. Si seguimos aquí vamos a enraizar en la moqueta del aeropuerto, he visto un velero ahí fuera, sin vigilancia. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
—¿Ahogarnos?
—Bah. Eso es secundario tengo nociones de navegación, es todo muy fácil, es cuestión de seguir unas pautas.
Román dudó. Siempre dudaba. Pero su vida era tan plana que hasta un delito le parecía una curva excitante.
—Vale. Pero si morimos, no me eches la culpa.
—¿Morir? Román, vamos a vivir. Aunque sea dos días y aunque sea de mentira.
Y así fue como empezaron su epopeya dos hombres sin destino, sin papeles, sin rumbo, pero con una absurda ilusión de que todo podía salir bien porque, simplemente, ya había salido mal demasiadas veces.
A lo largo de la historia de la navegación, los mares han sido escenario de gestas épicas, sueños de libertad y tragedias humanas. Esta, en cambio, es la historia de Paco y Román: dos expertos en pasar desapercibidos entre terminales de aeropuerto y máquinas de café averiadas, dos Ulises de chándal, sin Ítaca pero con ganas de evasión, que se lanzaron a la mar en un velero robado y sin plan de retorno. Porque, claro está, un plan implicaría pensar, y pensar cansa.
—Tú confía en mí, Román. Yo sé lo que me hago.
Dijo Paco, señalando un flamante velero de doce metros con una confianza que sólo dan el hambre y el exceso de litronas.
Román, que llevaba tres días comiendo barritas de cereales caducadas y viendo despegar aviones como quien mira fuegos artificiales desde una zanja, no necesitó mucho para dejarse arrastrar. “Peor que esto no será”, pensó, sin saber que el universo siempre acepta ese tipo de desafíos como una invitación formal al desastre.
El abordaje del velero "Pelegrin Tuk" (un nombre que ya olía a tragedia menor) fue un ejercicio de sigilo y torpeza que rozó lo poético. Y una vez a bordo, descubrieron con alegría que la despensa estaba llena no solo de comida de modo que la travesía comenzó como suelen empezar estas cosas: bebiéndose primero el ron del armador y luego cualquier líquido con etiqueta que no llevara la palabra “desinfectante”.
Paco, patrón autoproclamado, duró apenas unas horas antes de desplomarse sobre el timón como una estrella muerta sobre el horizonte. Román, ahora solo ante el timón y el abismo, descubrió que navegar no era exactamente como en las películas, y que ni siquiera sabía dónde estaba el norte. Ni cómo encender una radio. Ni qué era una radiobaliza. Ni por qué demonios lo había escuchado a él, otra vez.
Román llevaba veinte minutos observando el timón como quien observa un electrodoméstico extraterrestre, no giraba nada, no respondía a nada. Lo único que había conseguido era chocar tres veces contra su propia ignorancia y una contra el mástil, al ritmo de los cabeceos del barco. Paco, el otrora comandante supremo de la travesía, yacía con la boca abierta, presa de un desmayo provocado por un coma etílico, a costa del buen whisky de la despensa.
Román intentó hablarle.
—Paco… Paco, coño, despierta… que esto se mueve solo y no se que hacer, no soy el capitán Nemo.
Nada, ni un gruñido náutico, ni un leve parpadeo de autoridad, solo el cuerpo colapsado de un hombre que creía que la náutica se reducía a saber abrir una cerveza con el borde del ancla.
Y fue en ese momento, justo cuando creyó haber tocado fondo (moral, no náutico), cuando Román descubrió la radio.
Una caja gris con botones, luces apagadas y una etiqueta que decía ICOM. Román pensó que eso debía de significar algo, de cualquier modo, empezó a apretar botones como quien marca un número de lotería.
—Ejem... ¿Hola? ¿Central? ¿Puerto? Aquí estoy en el... barco... Peregrino Puk, no, Pelegrín Tuk, esto… estamos en apuros y no se como se vuelve. ¿Cambio?
Sorprendentemente, la radio escupió una voz de vuelta. Una voz con modulación de funcionario cansado y la paciencia justa.
-Aquí Salvamento Marítimo. Recibimos su señal. ¿Me copia?
Silencio.
-¿Cómo que le copio?¿Qué es eso de copiar?
-Confirme su posición actual.
-Sentado al lado de la neverita, con las piernas cruzadas.
-Deje la radio y dígale al capitán que se ponga, la radio es una cosa seria.
-No puede, se ha desmayado, está tumbado en el suelo y no vuelve en si.
-Entonces definitivamente ¿no sabe la posición marítima?
Román angustiado miró alrededor, buscando señales en el horizonte, o al menos un cartel que dijera “Usted está aquí”, una boya, un pez o algo.
-¿Posición? Pues… sobre el agua, bastante adentro en el mar, salimos hace unas horas de Can Pastilla, A lo mejor hacia el sur o hacia el norte, bueno, no sé muy bien. Hay agua por todas partes. ¿Sirve eso?
-¿Agua? ¿Está entrando agua en la embarcación?
-No lo sé.
-¿Hay alguien más en la embarcación con la que pueda hablar?
-No, solo estoy yo despierto.
-¿Tiene a bordo una radiobaliza?
Román echó un vistazo rápido y localizó algo naranja que parecía una linterna de pesadilla.
-Tengo una cosa con antena, sí. ¿Eso qué hace?
-Debe activarla para que podamos rastrear su señal.
-¿Activar? ¿Dónde está el botón de encender? Aquí hay como… cinco. Espera. He tocado uno y ha hecho clic. ¿Eso era?
-¿Se ha encendido alguna luz?
-No.
Suspiraron con cansancio al otro lado.
-Mire, lo más efectivo, es que la tire al mar. Se activará sola.
Román hizo una pausa. Su sentido de la lógica, corroído pero aún resistente, dudó.
-¿Tiro esto al agua y mágicamente saben dónde estoy?
-Exactamente.
-¿Y eso no explota?
-No. Solo transmite. ¡Tírela ya! y no toque nada más.
Román miró a Paco una última vez.
-Te lo juro, si esto sale bien, no te vuelvo a dejar elegir aventura, la próxima vez nos metemos en una biblioteca, que ahí nadie muere.
Después de media hora peleándose con la sujeción, pues Paco no había tenido tiempo de explicarle como se deshacen los nudos náuticos y con gesto solemne, lanzó la radiobaliza por la borda, como si arrojara una carta a Poseidón pidiendo perdón por el atrevimiento, automáticamente se encendió una luz parpadeante.
Tras lanzarla, Román sintió que había hecho algo importante. Algo heroico, incluso, se dejó caer sobre el banco de popa con aire de quien ha salvado a la humanidad y ahora espera su estatua en bronce con palomas cagándole encima.
Paco seguía inconsciente, o dormido. Es difícil saberlo a esas alturas. Su cuerpo emitía sonidos cada vez más sofisticados, una mezcla entre gruñido de oso menorquín y el traqueteo de un secador industrial.
-Te he salvado la vida, cabrón. Y ni un gracias. Lo típico de ti.
Le murmuro Román con el tono de quien ha rehecho el mundo en su cabeza varias veces y ninguna con éxito.
El mar, mientras tanto, seguía ahí: vasto, indiferente, ligeramente mareado.
Fue entonces cuando Román empezó a ver cosas. Una gaviota le guiñó un ojo. Un pez volador le insultó mientras le miraba y una nube tenía, sospechosamente, la cara de su trabajadora social.
Y justo cuando el sol empezaba a parecerle un farol intermitente de parking, una silueta apareció en el horizonte, al principio pensó que era otra alucinación: una embarcación blanca con luces, un par de hombres con chalecos fosforitos, y una sirena que sonaba como si una aspiradora estuviera teniendo un orgasmo.
Pero no, era real, venían a por ellos.
-¡Eh! ¡Aquí! ¡Aquí está el Pelegrín Put... Tuk! —gritó, agitando los brazos como si quisiera despegar.
La lancha de Salvamento se acercó con profesionalidad y una expresión en sus rostros que combinaba pena, deber y ganas de contar esto luego en el bar. Uno de los rescatadores subió al velero y evaluó la situación con mirada experta.
—¿Quién está al mando?
Román señaló a Paco, que en ese instante dejó escapar un eructo que olía a anchoas y decadencia.
—Bueno, digamos que la nave iba sola
Respondió Román
—Él es el capitán, pero ha tomado la ruta del coma etílico.
—¿Y usted?
—Yo soy... el copiloto y el portavoz y el que ha tirado la cosa esa naranja. ¿Me dan puntos por eso?
Minutos después, llegó la patrullera de la Guardia Civil. Venían serios, de uniforme, con cara de jueves por la tarde. El agente que abordó el velero parecía haber dejado la empatía en tierra firme.
—¿Son ustedes conscientes de que esta embarcación es robada?
Román dudó. Miró a Paco. Luego al agente.
—¿Robada? Hombre, tanto como robada... la encontramos sin vigilancia. Y en un puerto. Es como si estuviera... disponible.
—Eso se llama delito.
—Ah, bueno, no soy experto en semántica legal
Dijo Román, alzando las manos como quien entrega la guitarra al final del concierto.
Paco, por fin, abrió un ojo. Lo primero que vio fue un guardia civil apuntándole con una linterna. Lo segundo, el mar.
—¿Hemos llegado a Cabrera?
—Ha llegado usted al cuartelillo —dijo el agente, seco.
Paco parpadeó. Miró a Román.
—¿Lo hemos conseguido?
—Depende, si tu sueño era acabar esposado y cubierto de vómito marinero… entonces sí, Paco, lo hemos logrado.
Y así, escoltados por el remolcador, con el sol ya cayendo sobre el horizonte y la dignidad por los suelos, los dos modernos argonautas fueron llevados a tierra firme, donde los esperaba una juez con más paciencia que entusiasmo.
1 Asuntos :
Bueno, podría haber sido peor.
Salud.
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