sábado, 22 de noviembre de 2025

 "Lo más importante es quitar el miedo de los pacientes.
La visión de los escotes distrae del dolor..." 

Marie-Catherine Klarkowski 


Entre las sillas verdes de la sala de espera, las revistas antiguas sobre una especie de mesilla, decoración que parecía elegida por alguien con alergia al buen gusto, las miradas huidizas se cruzaban como si todos compartieran el mismo pensamiento:

"Aquí vamos a morir, pero va a ser de forma ruidosa" 

Los alaridos del último paciente, desaparecido en la consulta como si la hubiera tragado un Sarlacc, corroboraban este pensamiento,  sugerían que allí dentro no curaban bocas, hacían experimentos con las cuerdas vocales. Los gritos se mezclaban con el zumbido de mini-aspiradores, chorrillos de agua y tornos que sonaban como si un duende enfadado estuviera afilando un sable láser.

Las rodillas de los pacientes temblaban tanto que hasta sonaban sus temblores, maravilloso verlos fingir dignidad mientras cada músculo de sus caras gritaba: "¡No quiero estar aquí, pero tampoco quiero admitirlo!".


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Cerré los ojos en aquella postura de mártir voluntario, ahora venía el momento: “charla tranquilizadora”. Ese ritual absurdo en el que el dentista asegura que “no es para tanto”, justo antes de meter en tu boca algo que parece diseñado por Torquemada con delirios de ingeniero.


Lo que ya me extrañó y debería haberme hecho salir corriendo, fue la bata de la dentista, tan corta que daba la impresión de que había habido un accidente con la secadora. Tampoco había auxiliares a la vista, detalle que en retrospectiva me hizo pensar que quizá tampoco había licencia sanitaria a la vista.

Me llamó con una vocecita sensual vocalizando bien, de esas que se usan para engañar a los gatos para que entren en el transportín.

Noté que llegaba mi hora por el olor. Perfume intenso, de esos que te obligan a abrir los ojos… o a cerrarlos más fuerte, por si acaso y mientras yo seguía en modo “cadáver obediente”, sus manos bajaron sobre mis hombros con una suavidad sospechosa. La clase de suavidad que anuncia problemas.


Entreabrí un ojo. Ahí estaba ella: sonriendo, sin máscara, sin guantes, sin el más mínimo respeto por los protocolos sanitarios o por las normas básicas del sentido común.

-¡Venga, abre la boca! O la abres tú o te la abro yo, tu eliges.

Encantadora. Como una mezcla entre Freddy Krueger y un funcionario carcelario con mal despertar.

Intenté estirar aquel instante previo al horror y pensar en cosas bonitas, como anestesia sin dolor o escapatorias dignas. Pero entonces su perfume me rodeó, después sus labios, después… digamos que la higiene dental dejó de ser la prioridad del encuentro.

A partir de ahí todo adquirió una cualidad… poco profesional. 

El mini chorro de agua a presión cambió de dirección, hacia sus pechos, generando unas evidentes transparencias en la tela, seguido de un:

-¡Ohhh, que mala puntería! 

La bata decidió rendirse, los botones saltaron con dignidad, y antes de que yo pudiera procesarlo, ya había pasado a un capítulo completamente distinto del folleto informativo del seguro dental. Tenía la sensación de que, si sobrevivía, iba a necesitar terapia o un manual de mantenimiento.


No entraré en detalles, para dar pie a la imaginación del amable lector pero digamos que la escena derivó en actividades que no vienen explicadas en el tema estricto de una limpieza bucal. 

Hubo gritos, quejidos, rugidos, pero las súplicas venían en sentido contrario para que no acabara todavía. No estoy orgulloso de nada, salvo quizá de mantenerme consciente.



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-¡El siguienteeeee!

De repente empecé a oir un aplauso como "in crescendo", luego poco a poco dicho aplauso se convirtió en cachetes en la cara. Ahí estaba yo, tirado en la sala de espera, empitonado, rodeado de gente que me miraba como si acabara de protagonizar un documental sobre fobias extremas. Me había desmayado, aparentemente sin espectáculo adicional.

Extrañamente, me levanté como un resorte y entré sonriente en la consulta, ya con la boca abierta, preparado, casi ilusionado.