viernes, 12 de septiembre de 2025

El fotógrafo se llamaba Ramiro, aunque en los foros de internet firmaba como “Rami Art Photography”. Su carrera artística era, siendo amables, una sucesión de fracasos entrañables: 

Fotos de gatos movidos, puestas de sol quemadas de tanto saturar el color, y algún intento de retrato en bodas de pueblo que terminaba siempre con novias medio cortadas por la frente o por los pies. Su última “exposición” había sido en el bar de su primo, junto a la máquina tragaperras, con carteles hechos en la impresora de la biblioteca.

Ramiro, que no era tonto del todo, estaba convencido de que la próxima serie sería la definitiva, su obsesión era conseguir algo que pareciera arriesgado, transgresor… aunque no tuviera ni idea de cómo hacerlo.

Llevaba meses obsesionado con una idea: quizás necesitaba una musa. No una novia, no una amiga, sino alguien con un rostro fotogénico al que convencer de que él era un visionario incomprendido. Tenía claro que una buena foto no dependía del encuadre ni de la luz, cosas que nunca había dominado y era consciente de ello, necesitaba tener delante a alguien lo bastante atractivo como para maquillar sus carencias.

Y ahí entró Lupe.

Lupe era una mujer que soñaba con escapar del anonimato gris de su trabajo en una inmobiliaria de segunda fila. Pasaba las tardes frente al espejo ensayando poses de revista y se había convencido de que tenía un “aire internacional”. Solo necesitaba alguien que le diera el empujón definitivo, dentro había una mujer convencida de que llevaba dentro a una estrella todavía no descubierta. No tenía agencia, ni representante, ni portfolio profesional, pero en su mente aquello estaba claro: “Solo necesito una foto buena", una sola y ya me llamarán de revistas, marcas, Reality Shows y por qué no, protagonista de alguna serie en el mismo Netflix.”

Por fin se juntó el hambre con las ganas de comer.

Ramiro vio en ella la oportunidad perfecta. Y Lupe, ingenua y ansiosa de brillar, se dejó envolver por sus palabras.

—Mira, Lupe, el mundo de la fotografía está saturado. Las modelos de catálogo están todas iguales: bikinis, playas, sonrisas falsas… Eso está muerto. Lo que vende ahora es lo auténtico, lo visceral, lo que huele a sufrimiento y a verdad 

Decía él, con tono de gurú.

—¿Y qué propones? 

Preguntó ella, entre interesada y desconfiada.

—Nieve. Frío. Desnudez. Una mujer contra los elementos. Tú. Eso sí que es una imagen de portada.

Lupe dudó pero Ramiro siguió hilando su tela de araña con artimañas baratas:

—¿Sabes cuántas artistas empezaron así? Las grandes fotos de la historia son siempre de alguien que se atrevió a más. Además, yo tengo contactos… 

Mentía, claro. Sus “contactos” eran tres seguidores de Instagram, cinco en Facebook, dos de ellos de sus familiares y algún like en una web de fotos.

Le prometió que aquello podría acabar en una revista de tendencias, quizá incluso en un concurso internacional.

—Imagínatelo, Lupe: tu foto expuesta en París. Tu rostro congelado pero inmortal. Y todos sabrán tu nombre.

Con el discurso aprendido de charlas de YouTube y frases copiadas de entrevistas a fotógrafos famosos, empezó a engatusarla, aunque no hay nada mas facil que halagar al que tiene carencias de afectos.

—Lupe, lo tuyo no es la belleza típica… lo tuyo es magnetismo. Tú no eres de catálogo, eres de portada. Si alguien puede dar el salto eres tú, pero necesitas una mirada distinta. Y esa mirada… es la mía.

Ella, profundamente adulada, preguntó con un brillo ingenuo:

—¿Y qué haríamos?

Ramiro, teatral, desplegó su plan como si fuera una revelación artística:

—Imagina esto, nieve, vacío, naturaleza hostil. Tú en el centro, frágil pero poderosa. La belleza contra el frío. La carne humana contra lo eterno.

Lupe tragó saliva. Se le erizaba la piel solo de pensarlo.

—¿Y no… no es demasiado arriesgado?

Ramiro inclinó la cabeza, bajando la voz con tono de conspiración:

—Lupe… ¿quieres ser recordada o quieres ser una más?

Con esa pregunta, la atrapó. Ella ya no veía nieve ni hipotermia, solo flashes, entrevistas, una agencia llamándola, un contrato, la portada de Vogue. Y aunque por dentro temía pasar horas congelada, se convenció de que aquel sacrificio sería la prueba de fuego para entrar en el mundo del estrellato.

Le prometió que aquello podría acabar en una revista de tendencias, quizá incluso en un concurso internacional.

—Imagínatelo, Lupe: tu foto expuesta en París. Tu rostro congelado pero inmortal. Y todos sabrán tu nombre.

Ella, fascinada por el relato y cegada por la posibilidad de salir del anonimato, aceptó. Eso sí, con condiciones.

—Pero no pienso posar sin calzado, Ramiro. No quiero que mis dedos acaben amputados por tu arte.

Ramiro, en el fondo, lo sabía: no tenía ni idea de cómo conseguir que una foto así llegara más lejos que su cuenta de Facebook. Pero lo importante era que ya tenía lo que buscaba: una modelo atractiva a la que engatusar.

Así fue como terminaron en medio del campo nevado: él cargando una cámara prestada de segunda mano y un termo con cacao, y ella convencida de estar protagonizando el comienzo de su leyenda.




El inicio fue artístico, muy conceptual, “la fuerza del cuerpo humano contra la naturaleza”. Pero la realidad tenía que hacer sus matices.

Primero, la modelo apareció envuelta en un abrigo gigante de plumas, gorro de lana, bufanda y unos guantes de esquí que parecían manoplas de oso. El fotógrafo, excitadísimo con la sesión, le dijo:

—Vale, ahora… ¡quítatelo todo!

Y ella:

—¿Aquí? ¿En serio? ¡Si no siento las piernas!

Al final, entre risas y protestas, la modelo se quitó el abrigo y quedó como en la foto: con apenas una gasa y unas botas que no eran para nieve. El fotógrafo, muy profesional, intentaba dar indicaciones como si no pasara nada:

—¡Perfecto! ¡Más sensual! ¡Mira al horizonte!

Mientras tanto, la pobre modelo pensaba: “¿Horizonte? ¡Si solo veo un iceberg en mi nariz!”


Pero sucedieron algunas cosas ...

Un señor del pueblo que paseaba a su perro se detuvo y, sin decir palabra, miró la escena como quien ve a alguien freír churros en mitad de la carretera, en cambio el chucho se quedó fascinado con la bufanda tirada en la nieve y se la llevó dando cabriolas.

El vecino, con su perro y su imaginación calenturienta, al ver a la modelo semidesnuda entre los copos blancos y al fotógrafo hundido en la nieve, sacando fotos, pensó:

Esto no es nieve normal… ¡esto debe ser heroína! Han montado un laboratorio clandestino en mi camino rural.

Ni corto ni perezoso, llamó a la Guardia Civil para denunciar “un alijo sospechoso con rituales raros”. La mezcla de palabras fue suficiente para que la central se activara como si estuvieran cayendo narcos en helicóptero.

El fotógrafo había resbalado hacia atrás mientras buscaba el “ángulo perfecto” y cayó de culo en la nieve, ahí se quedó por orgullo, no soltó la cámara. Eso sí, gritó:

¡La tengo! ¡La tengo!” 

Parecía una foca varada pero por fin tuvo su primera ansiada foto de la sesión. 

Instantanea desde el suelo


Para entrar en calor entre disparo y disparo, Lupe empezó a hacer pequeños bailes, como si fuera un ritual tribal en medio de la tundra, el fotógrafo, contagiado, terminó dando saltitos también. Un vecino que pasó en coche juró luego cuando lo interrogaron que había visto un aquelarre extraño en el campo.

Cronologicamente los hechos siguieron así:

Primero llegó una patrulla, pero al escuchar “droga” pidieron refuerzos. En menos de veinte minutos había un despliegue absurdo: tres coches, un furgón y hasta un perro antidroga que, en cuanto olió la escena, se fue directo a oler las botas mojadas de la modelo, convencido de haber encontrado “el cargamento”.

El fotógrafo aún con el culo hundido en la nieve, pálido, levantó las manos mientras uno de los agentes gritaba:

—¡Quietos ahí! ¿Qué transportan? ¿Dónde está la mercancía?

La modelo, con el abrigo mal puesto, respondió con sarcasmo helado:

—La mercancía soy yo, señor agente, pero se va a derretir en cinco minutos.

Los guardias empezaron a patear la nieve y clavar bastones, convencidos de que encontrarían bolsas ocultas. Mientras tanto, el fotógrafo intentaba explicarse:

—¡Esto es arte, juro que es solo arte! ¡Blanco sobre blanco, la fragilidad del cuerpo frente a lo efímero!

Uno de los agentes lo miró serio y dijo:

—¿Arte? Mire, si yo tuviera que inventar una coartada, usaría la misma palabra.

El clímax llegó cuando abrieron la mochila del fotógrafo y encontraron varias bolsitas con polvos… ¡de cacao instantáneo! Para preparar bebidas calientes durante las pausas.

El silencio fue monumental. Lupe ya desatada se carcajeó y dijo:

—Menos mal, porque si fuera heroína de verdad, yo ya me la habría esnifado para entrar en calor.

Al final, después de un buen rato de papeleo absurdo, los agentes se marcharon, medio avergonzados pero con la excusa de que “tenían que asegurarse”. El fotógrafo, aún temblando, murmuró:

—Esto va a quedar mejor que cualquier exposición.

Y la modelo, mirando la nieve pisoteada, contestó:

—Sí, pero mejor ponle un título realista: ‘Tráfico de nieve en un paisaje nevado’.

Pero gracias a esta escena caótica, sobre todo a la grabación del vecino del perro y Youtube el vídeo se hizo viral, eso si nadie sabe quien era esa Lupe tapada con una gasa ni el fotógrafo aleteando las piernas ridiculadamente y haciendo fotos atrapado en la nieve blanda, quizás no era el tipo de fama deseada.   



martes, 5 de agosto de 2025

Con toda naturalidad, tomó una de las patatas crujientes que sobresalían del colorido envase de cartón, abierto como una invitación. La miré de reojo, sopesando mi reacción, era una de esas tardes en que el cielo parece haberse puesto nostálgico, con nubes grises que lloran despacio, como si se arrepintieran de algo.

Ella notó mi mirada fija e inquisidora, como quien ha cometido una pequeña travesura y espera el castigo con una sonrisa ya preparada. En efecto, me la regaló, una de esas sonrisas que derriten el hielo, que hacen que uno olvide por qué estaba enfadado en primer lugar.

— ¿Demasiado invasiva tal vez?

Preguntó, llevándose la patata a los labios con una lentitud milimétrica

— Es que las tuyas... están más calientes.

Había algo en su voz, una vibración baja y dulce, como cuando el teléfono suena en medio de la noche y sabes que no es una llamada cualquiera, alargó otra vez sus dedos, largos, teatrales y tomó otra de mis patatas. Las suyas seguían intactas en su bandeja.

— Tienen más sal... ¿lo notas? 

Dijo, mientras me miraba fijamente, como si mordisquear una patata fuera un acto deliberadamente sensual.

— Además, me gusta lo que es tuyo, siempre sabe distinto.

Empecé a articular mentalmente un discurso, versaría sobre la higiene, las bacterias, la propiedad privada y los principios. En vez de hablar, le ofrecí otra, quería recuperar la iniciativa aunque fuera en contra de mi dignidad, ahora yo atacaría y ella se defendería, así al menos figuraba en mi cabeza, una realidad distorsionada.

— De acuerdo, pero será una patatita por sonrisa.

Le dije, en plan condescendiente.

— ¿Y si te doy dos sonrisas? ¿Qué me das tú?

En nuestro alrededor, la rutina seguía con su coreografía absurda, ajenos a todo, niños chillando, refrescos derramados, adultos distraídos buscando enchufes o servilletas. Nosotros, en cambio, parecíamos en otro plano, jugando un ajedrez de gestos, insinuaciones y papas fritas.

Ella tomó un sobre de mayonesa con delicadeza ceremonial, lo abrió rasgándolo con la boca, luego con un tirón breve, casi sensual, lo apretó con precisión, brotando una cantidad generosa sobre una patata. Luego la alzó en dirección a mi boca.

— Ábrela

Ordenó con un susurro.

— Confía en mí, no está tan caliente.

Lo hice, ahí me di cuenta que había cruzado una línea invisible, sonrió satisfecha, como quien coloca la última pieza del dominó.

Luego, con gesto juguetón, como sin querer, dejó que un hilo de mayonesa escapara de sus dedos y cayera, lenta, espesa, certera... directo a la entrepierna de mi pantalón. La mancha era blanca, tibia, difícil de explicar. Ella se tapó la boca fingiendo sorpresa, pero sus ojos brillaban con malicia.

— Huy, perdón... 

Dijo.

— Te he manchado justo donde no debería,  Aunque... bien pensado tampoco es tan grave, ¿no? A veces las cosas acaban donde quieren, no donde deben.

Me quedé paralizado, sin saber si reírme, correr al baño o pedir socorro. Entonces se inclinó y me susurró al oído:

— Te llevo la hamburguesa a la mesa.

Me guiñó un ojo antes de alejarse, dejando un rastro de perfume y descontrol tras de sí.

Y fue entonces cuando alguien gritó.

Una madre había visto la escena desde la distancia, justo el momento más desafortunado. Los guardias de seguridad no tardaron en acercarse. Preguntas, miradas, la maldita mancha blanca justo en medio del pantalón.

— No es lo que parece. 

Intenté decir.

— Es... es, solo es mayonesa.

Pero cuando uno tiene la bragueta a medio cerrar y una mancha estratégica en un restaurante lleno de familias con niños gritones, la palabra "mayonesa" no tiene ningún poder absolutorio.

Lo demás es historia. En la comisaría nadie creyó demasiado mi versión, y aunque al final me soltaron, trás los respectivos análisis de alcohol, drogas en mi persona y sustancias extrañas sobre el pantalón, aún recuerdo la última frase del agente mientras cerraba el informe.

—La próxima vez... mejor kétchup, al menos no da lugar a confusión.



sábado, 26 de julio de 2025


Pensando al revés 
es lo mismo que 
hacerlo en 'marcha atrás'. 


Una de las cosas que descubrí con el proyecto, es que es muy difícil empaquetarse a uno mismo desde dentro de la caja, pero el pretender ser enviado a una dirección concreta requiere un esfuerzo extra y complica mucho las cosas...
Aquella mañana llamé a Seur para el envío de un paquete urgente, deje la llave a una vecina y empecé a empaquetarme de dentro a fuera, lo tenía todo previsto, en primer lugar la propia seguridad, varias autovueltas de plástico de burbujas, dejando fuera los brazos, con acceso a la cinta adhesiva, cutter, que necesariamente viajarían conmigo y una caja de cartón de tamaño considerable, añadir papel arrugado extras, vueltas y vueltas con cinta de embalaje, un manguito de de plástico en contacto con el exterior para respirar y una espera angustiosa pues una vez envuelto desde dentro de la caja apenas se pueden distinguir los sonidos, una espera angustiosa carente de sonido, sin luz y con el agravante de haber desconectado el aire acondicionado.
Después de una larga espera los hechos se desarrollaron como una catarata: el crujido al descerrajar la puerta, portazo, el transporte, los improperios de los operarios, por el calor, por el peso del paquete, el traqueteo, contra otros objetos pendientes de entrega muy a pesar de que en el cartón que se suponía debía estar a la vista, aparte de la dirección de entrega de entrega, había puesto con un rotulador gordo:
 'MUY FRAGIL
JARRÓN CHINO 
DINASTÍA MING 
Peligro de rotura, mantener esta parte hacia arriba'

Otra vez los improperios sobre el peso de la maldita caja, unas escaleras, noté el suelo firme, el timbre, descerraje de la puerta, silencio
 y una discusión:

-¡Qué yo no he comprado esto!

-Pues yo no me lo llevo, deberá llamar.

(y venga a repetir la discusión con todas las variantes que os podaís imaginar)

Otro aterrizaje en el suelo y el chásquido de la puerta cerrándose tras de si, ahora silencio angustioso, unos pasos que se acercan luego se alejan, noto una mano que palpa el paquete, una breve sacudida a ver si suena algo.


-¿Que coño será esto? 

Otro rato de ausencia de ruido por fin unos pasos que se alejan y luego se acercan, se oyó el rajar del cartón, la cinta de embalar al despegarse crujía como si se desnudara una momia emocional, la luz empieza a espacirse a través de las burbujas, se oye el sonido de una canción. A través de la distorsión del plástico veo su silueta envuelta en un albornoz rosa, dando unos pasos hacia atrás, aterrada aferrando con fuerza las tijeras, cuando la luz invadió el todo, me protegí con el único recurso disponible, el ángulo de los codos.

-¿Hola?

Asomé la cabeza. Ella me observaba sin pestañear, como si yo fuera una obra conceptual de una bienal de arte contemporáneo.

- Pero ... ¿Tú… tú eres real?

- Depende de lo que llames real, mucho poder no tengo la verdad.

- ¿Eres un juguete sexual de gran tamaño o un intento desesperado de performance romántica?

- Lo segundo. Pero con potencial para lo primero, si hay química.

Silencio. Ella me estudió como quien evalúa la madurez de un tomate rojo.

- ¿Un hombre que se envuelve, se etiqueta, se calla y se entrega sin pedir nada a cambio? Tengo que admitirlo: es el mejor primer paso que he visto en años.

Me ayudó a salir, con cierta parsimonia, despegando cinta como quien pela un caramelo complicado. Luego me ofreció té, con ese tipo de condescendencia cálida que se reserva a los locos que uno aún no ha decidido si va a denunciar o besar.

-¿Qué pensabas conseguir exactamente?

- En mi cabeza desde luego el desempaque parecía mucho mas digno, una conversación divertida, tal vez este té que me has ofrecido, quizás el amor. Pero como mínimo sorprenderte, salvando las distancias es una conmemoración en toda regla del 'Caballo de Troya'

- Lo conseguiste con creces. Aunque si alguien me lo cuenta, le acuso de haber soñado con una escena viral en Youtube.

Inquietantemente ella aún no había soltado las tijeras.

- Gracias.

- No era un cumplido.

Nos quedamos callados. Me sirvió el té. Se sentó frente a mí.

- Desde luego estás más cuerdo de lo que pareces o más desesperado de lo que admites.

- Las dos cosas pueden ser ciertas.

- ¿Así que te crees un 'Troyano'? Y si te digo que me ha encantado tu estrategia.

- Entonces diría que la inteligencia emocional se mide también en centímetros de cartón.

Rió, no mucho pero lo suficiente como para dejarme imaginar una segunda cita sin necesidad de embalaje.




jueves, 17 de julio de 2025



Quiero compartir aquí que tengo un vicio extraño, no es ilegal, ni especialmente peligroso (aunque todo depende de a quién sigas, claro). Cuando el aburrimiento me asalta, que es más a menudo de lo que sería socialmente aceptable admitir, me meto en el metro o en un autobús cualquiera, hago de detective amateur y juego a adivinar vidas ajenas. 

Me siento delante de alguien, observo disimuladamente, su aspecto personal, su forma de ir vestido de comprortarse.

Ese lleva una carpeta azul… funcionario. 

Aquella con gafas de pasta… ilustradora frustrada. 

El del gran bigote… atracador de bancos o estafador.

Luego entro en su aspecto personal y el gusto vistiendo, cuerpo de gimnasio, maquillada, recién afeitado, esta tiene movimientos gráciles de bailarina, este es fan de futbol, con pinta de no levantarse del sillón, forma de ir vestido que también me da pistas acerca de la edad y su estado civil, soltero, casado, recién divorciado, etc.

Pueden usarse las palabras entresacadas de las llamadas del movil, las veces que consultan el relój durante el trayecto, su forma compulsiva o tranquila de permanecer en el trayecto.

Me divierte, cuando la historia es buena, la prolongo un poco más, total mucho mejor que Netflix, ya que me meto directamente en la serie, por lo tanto me bajo en su parada y sigo sus pasos discretamente, para confirmar mis pesquisas e ir añadiendo datos que corroboren mis conjeturas, siendo consciente que nunca podré llegar al final de la historia.

Entonces apareció ella.

Primavera en Barcelona, ese momento en que no sabes si salir en manga corta o con bufanda porque en cualquier caso vas a acertar y a equivocarte al mismo tiempo, domingo por la mañana, iba en la línea roja de metro, dirección 'Bellvitge'. Subió en la parada 'Plaza Catalunya', pelo castaño alborotado de forma natural (que es la forma más artificial que existe), libro bajo el brazo, “Ensayo sobre la ceguera”, de Saramago, ahí ya me ganó y auriculares amarillos.

Mi mente de detective de medio pelo se activó, periodista cultural con novio músico, pensé y la seguí discretamente.

Bajó en la parada 'Plaza España', repliqué su decisión, abandonó la plaza y subió por las amplias escalinatas que nos llevan al Palacio de Montjuic, era un día luminoso, apetecía pasear, subió los múltiples escalones a buen ritmo, estaba en forma, con paso firme  por fin se paró en el Mirador de las Escaleras, desde el cuál se ve toda la ciudad apoyába los antebrazos en la balaustrada de piedra y miraba a un punto indeterminado del horizonte, pasaron cerca de diez minutos, obviamente no tenía prisa, luego prosiguió las escalinatas hasta el Estadio Olimpico, se metió a través de uno de las múltiples zonas ajardinadas y empezó a pistear entre los árboles frondosos del parque y los setos perfectamente cuidados, en zig zag, hasta salir por los muros de la parte trasera del 'Pueblo Español', que rodeó hasta la entrada, pagó y entró, paseó esta vez sin prisas por medio de las callejas llenas de talleres y pequeños museos, interesándose por las exposiciones, haciendo fotos y siguiendo con los dedos las curvas de las piezas expuestas, en aquel momento pensé en lo dificil que es seguir discretamente a alguien sin estar burdamente expuesto, admiré la labor de los detectives profesionales mientras intentaba no coincidir con ella en un recorrido circular en el que todas las pequeñas calles confluyen, después de unas cuantas vueltas salió del recinto, recorrió otras estrechas callejas entre los parques y se plantó delante de una estrecha cancela de hierro forjado y muro de piedra tapado por enredaderas, la franqueó y después de una interminable pasarela de pizarra negra entre la hierba, apareció trás una arcada una puerta acristalada con marcos pintados de verde, un bar pequeño, de esos tan difíciles de encontrar con mesas de mármol, camareros con camisa blanca y corbata fina. 

Escrito con tiza en una pizarra en la entrada:

“Especialidad, Vermut Paraíso”.

Desapareció dentro para salir luego a la terracita al sol con una copa, ocupó una de las seís mesas, al cabo de un rato, sacó un cuaderno del bolso y empezó a escribir.

Se me acumulaban los problemas, en la terraza no había mas clientes que ella y yo, de modo que discretamente, me senté a dos mesas de distancia, en plan agente secreto de saldo pero claro, torpe como soy, sonó mi móvil (¡maldito politono!), me miró de reojo, sonrió, y volvió a lo suyo. A los cinco minutos, dejó su cuaderno, se levantó, se acercó a mi mesa y dijo:

—¿Quieres dejar de seguirme ya o prefieres que pidamos otro vermut y hagamos esto menos incómodo?

Yo quise que me tragara la tierra, pero resulta que Barcelona está fatalmente mal urbanizada para esos casos, así que sonreí como si fuera mi plan desde el principio.

—Bueno… visto así, tampoco me vendría mal un vermut.

Se sentó, pidió otro para mí, y empezó a interrogarme como si fuera ella quien jugara a descifrar vidas ajenas.

—A ver veamos… ¿periodista frustrado? ¿Escritor sin editorial? ¿O te dedicas a entrenar palomas para competiciones ilegales?

Le confesé mi afición absurda y nos reímos bastante, se llamaba Clara, era matemática, de esas que desmontan tu existencia con un par de fórmulas y una sonrisa torcida, amante del vermut y de espiar a los que espían.

Pasamos la tarde allí, al sol, entre tragos, anécdotas absurdas y teorías conspiranoicas sobre por qué el camarero llevaba bigote solo en un lado.

Y fue entonces, ya con la segunda ronda, cuando no pude evitar preguntarle qué escribía en aquel cuaderno.

—Una novela.

Me dijo, sonriendo arqueando una ceja en plan misterioso.

—Sobre un tipo que tiene la extraña costumbre de subirse al metro, seguir a desconocidos, inventarse su vida… y que acaba persiguiendo a una pobre chica que, por cierto, ya sabe que es  perseguida, pero como es un poco retorcida, se inventa sus propios motivos para justificar que la sigan.

Ahí me quedé callado, vermut en mano, viendo cómo se reía y rascaba con el bolígrafo sobre el papel.

Y por un momento, muy breve, pensé que tal vez, solo tal vez, ella también estaba siguiendo a alguien o escribiendo sobre mí o escribiendo sobre alguien que escribía sobre alguien que seguía a alguien.

 

Bar Paraíso


Vermut Paraíso. Recursivo, como la vida misma.

martes, 1 de julio de 2025

Para ceñirnos a la estricta verdad, todo se inició por culpa de la película "50 Sombras de Grey", sus posteriores y reiterados positivos comentarios a lo largo de los días siguientes.

No es que ella se opusiera, claro, si algo había aprendido en la vida, era que la resistencia, bien empleada, solo aumentaba el placer. 

De modo que allí estaba, con las muñecas sujetas por una técnica que él aseguraba poseer, pero que en realidad había perfeccionado después de horas visionando tutoriales en YouTube, nudos marineros para sujetar todo tipo de cosas, menos para atarse a si mismos. 

Muy aplicado, su amante su frase preferida era que el conocimiento era poder, aunque en este caso, parecía más bien un poder inverso … mas bien restrictivo.

El flash de la cámara la cegaba momentáneamente, y en esos instantes de luz blanca y súbita, no podía evitar preguntarse si esto acabaría mal o en una exposición retrospectiva titulada "Ataduras consentidas",  una exploración fotográfica del amor y los cabos blancos de poliéster o marrones de cáñamo. O peor, en la memoria de su amante como:

 “Aquella vez que intentamos ser sensuales y terminamos riéndonos porque los nudos se deshicieron solos” pero contenta pues se sentía protagonista de su propia película.

—¿Todo bien? —preguntó él, con ese tono de amante delicado pero claramente más interesado en la composición estética que en la circulación sanguínea de las extremidades de su pareja.

—Maravilloso —respondió ella, con la dignidad de una mujer que, incluso atada, aún tenía el poder de lanzar una mirada de juicio.

Un nuevo clic. Otro destello. Y ella, en su papel de musa involuntaria, pensó que si todo fallaba, al menos tendría pruebas fotográficas para su futura autobiografía.






sábado, 21 de junio de 2025

 


He estado días con esta punzada, este aroma tan especial, este zumbido dulce y rancio que se cuela entre las aceras calientes y la tierra removida del jardín, Rico, mi enemigo y mi obsesión, mi espectáculo aéreo diario. Ese loro arrogante que una vez fue color y plumas y ruido... ahora es silencio enterrado.


He cavado, con las patas húmedas y los bigotes vibrando de angustia, hasta ahora no sabía que era tristeza, no sabía que lo podía doler. He arañado la tierra hasta romperme mis afiladas garras. Y ahí estabas.


Deshecho, con tus plumas de colores vivos sueltas pero tu cuerpo gris y ocre pero eras tú, Rico.


No eras solo un loro, eras mi loro, no mío de posesión, no. Mío de duelo, como solo el deseo puede hacer suyo a alguien, no te quería muerto, te quería mío, te quería asustado pero vivo, volando, mostrándome con altanería que no podía alcanzarte.


En una de las casas del barrio vivía una jaula, dentro, una criatura grande tan absurda, tan colorida, que parecía haber nacido del vómito de un arco iris, Rico, lo supe desde la primera vez que lo vi, colgado entre barrotes y migas de pan, que él no era de aquí. Tenía una tristeza en las plumas que no combinaba con su belleza, alma salvaje atrapada en un escenario barato, lo miraba desde mi muro. 

Él volaba y yo saltaba. hablaba con voz chillona y yo pensaba en el Amazonas aunque no sabía que era eso del "Amazonas" pero lo soñaba, porque él venía de allí, así lo comentaban sus propietarios, Rosa y Federico, humanos que siempre intentaban ahuyentarme, cuando me acercaba con inocente curiosidad. Blandían los brazos en alto, gritando:

—¡Aléjate de Rico maldito gato!


El viento me traía su olor dulzón, lo recordaba sin haberlo vivido, confieso que lo deseaba.

Un día lo toqué, mis garras sintieron el temblor de sus alas y todo fue tan fácil y tan decepcionante al mismo tiempo, no gritó como debía, no luchó como esperaba, su piel era muy suave y temblorosa, tanto que noté su hueso, era miedo, lo solté. Rosa gritó espantada, Federico resopló y lanzó un gruñido y yo me fui al muro, como cada tarde. Pero ya nada era igual, ya lo había probado.


Él, desde entonces, me miraba distinto. Ya no me odiaba. Me comprendía.


Desde su jaula, desde su patio, desde su decrepitud.


Rico envejecía. Lo notaba en su vuelo cada vez mas torpe, en sus chillidos apagados. Sus colores se iban volviendo pasteles, como si los recuerdos se le hubieran desteñido. Y yo... yo me quedaba allí, quieto, mirándolo. Viéndolo marchar. Día a día, pluma a pluma.


Hasta que un día no voló, hasta que un día no chilló, hasta que un día, no estuvo.


Entonces olí la tierra y cavé por una vez aunque no soy roedor.


Y te desenterré, Rico, porque eras mi enemigo, sí. Pero también eras el único que me miró como un igual, el único que entendió que no era hambre. Que no era caza. Que era... reconocimiento.


Ahora estás aquí, sin brillo, sin forma, ya no vuelas.


Y yo... yo me quedo aquí, sobre la tierra que cavé para encontrarte, observando el cielo vacío, el muro sin sentido, la jaula abandonada, por primera vez, en mi vida de gato, he comprendido lo que significa la pérdida.


No era libertad lo que tenías, ni lo que yo tengo, era la mirada, la tuya, la mía.


Lo que compartimos en ese instante suspendido entre vuelo y salto, entre garra y ala y ahora... sólo queda este olor desgardable que ya no es tuyo, pero que me perseguirá hasta el último muro de mi existencia.


Estaba terminando de cubrirlo, tierra húmeda, ese olor a hueso y tiempo, a despedida, no sabía si estaba enterrando a Rico de nuevo o a mí mismo, pero ahí estaba, con las patas sucias, el lomo agachado, los bigotes tristes, el corazón rugiendo despacio.


Y entonces oí el portón, el crujido del metal oxidado, Andrés mi dueño humano. Su voz:


—¡¿PERO QUÉ HAS HECHO, MALDITO GATO?!


Me erguí, no por culpa, no por sorpresa, como se yergue uno ante la tormenta ya sabía que no podría convencerle de que soy inocente, entre otra cosa porque no entiende mis maullidose.


—¡¿Lo mataste tú?! ¡¿Fuiste tú, asesino miserable?! ¡Con razón escarbabas la tierra como un psicópata con bigotes!


Lo miré asombrado poniendo una postura de sumisión enroscado sobre mi mismo.


Me di cuenta de que era alto, demasiado alto. Su cara se movía como el viento entre los árboles, con los ojos abiertos de par en par y los labios temblando como si las palabras fueran espinas, levantó un zapato.


No me moví.


Abrí los ojos, grandes, lentos. Le mostré las pupilas dilatadas del duelo, no del miedo. Le mostré que no huía, que no lo temía, que lo sentía mas que él mismo, aunque no supiera cómo decírselo.


—¡Tú eras el que siempre lo acechaba! ¡Siempre en el muro! ¡Siempre mirando! ¡Ya lo sabía!


Mi espalda se arqueó, no en amenaza, en plegaria gatil, luego me estiré largo, dolorido, como una línea que se quiebra en dos, el lomo temblaba, era una disculpa en lenguaje no verbal, gestos, poemas en músculos


Quise decirle:


—“No lo maté. Solo lo lloré.”


Quise maullar una elegía, pero no me salió, afortunadamente pués hubiera aún mas complicado las cosas, solo salió un gemido bajo lastimero, un hilo de aire partido.


Andrés lloraba. La rabia se le deshacía en los dedos como barro, me señaló, ya sin firmeza.


—¿Por qué, Terco? ¿Por qué a él?


Y entonces me senté de frente, con la cabeza baja pero sin bajar la dignidad.


Los asesinos no lloran sobre sus víctimas no les entierran con las patas, no les lamen las alas rotas con respeto.


Yo sí, quise decirle que Rico ya estaba cansado, que se me había ido volando sin alas que yo solo quería verle una vez más.


Pero todo lo que pude hacer fue cerrar los ojos muy lento y dejar que Andrés viera, en ese silencio y en esta sumisión lo que las palabras no pueden nombrar.


El mismo Andrés que antes me acariciaba con ternura… el que dejaba caer la mano por el borde del sofá como si no supiera que yo estaba abajo y al rozarme el lomo, decía: 


—“Ah, ¡ahí estás!”.


Como si no llevara todo el día esperándolo, ese Andrés ya no estaba.


Ahora tenía las manos cerradas, duras, como si en vez de dedos tuviera piedras, me miraba como si yo fuera un monstruo y no el mismo que dormía sobre su pecho las tardes de lluvia.


No sé si volverá ese momento, el momento en que éramos dos animales distintos pero parecidos, él lleno de palabras y yo lleno de presencias.


El momento en que me hablaba con voz bajita, como si me confiara secretos, cuando me llamaba “Terquito” y me decía que ojalá pudiera entenderle y yo lo entendía todo sin entender nada.


Ahora hay un muro, no de ladrillos, no de gritos, de dolor y yo… yo no sé trepar ese muro.


Porque no fui yo, Andrés, te juro por mis siete vidas que no fui yo, si pudiera volver atrás, si pudiera devolvértelo, si pudiera meterme en tus ojos para que vieras lo que vi…


Verías mi espanto, verías mis patas torpes sin pulgares intentar abrazarlo, verías mi culpa sin culpa, verías amor, aunque solo veas garras.


Ahora solo puedo esperar, quizás un día, cuando se te pase el temblor de la mandíbula, cuando te sientes en el sofá y dejes caer otra vez la mano… Quizás me acerque y quizás no la retires y si lo haces… Me quedaré quieto, con los ojos abiertos, recordando lo que fuimos, esperando lo que tal vez aún podamos volver a ser.


PD Para saber la versión de Andrés (el responsable de las futuras terapias de sus vecinos conviene leer su propia versión):


Y resucitó al tercer día

El Gato Profanador de Tumbas

El Testamento de Rico

viernes, 30 de mayo de 2025



Hasta para su limitada inteligencia era evidente que no podría encontrar nunca a la princesa de la que ya estaba enamorado, aún sin conocerla pero sin un plano de los aposentos del castillo, sin vestigios del terrible cautiverio, iba a ser difícil pero por una vez en la vida la fortuna quiso premiarle. Retumbaban en medio del frío pasadizo el eco de las pisadas que se ahogaban entre las gruesas paredes de piedra, unos débiles gemidos emitidos por una oprimida garganta femenina sin duda, los utilizó como guía hasta toparse con una maciza puerta de madera, los quejidos ahora eran muy claros y se oían entremezclados con el rechinar angustioso de un lecho de madera carcomida.


Para el OPR (Official Princess Rescuer), interpretar aquellos sonidos no requería ningún esfuerzo intelectual extra, alguien amordazado y atado a una cama se estaba retorciendo para intentar liberarse, además él sabía quién era ese alguien. Empujó suavemente la puerta y comprobó que cedía, la cerradura no estaba cerrada, lo cual activó sus primeras sospechas, no tiene mucha lógica encerrar a una princesa y olvidarse de cerrar la puerta, por muy atada que esté en la cama. La habitación estaba sumida en la oscuridad mas espesa, avanzó a tientas, ahora los sonidos se volvían mucho mas terroríficos amplificados por la acústica de la habitación. Era evidente que la princesa estaba sufriendo mucho. Ahora jadeaba, gemía y de la hondura de su desesperación se oían unos gruñidos esporádicos que debían salir de sus atribuladas entrañas torturadas.



Afortunadamente y sin que ella todavía lo supiera se había acabado ya su cautiverio, se acercó silenciosamente a la cama, alargó la mano para ofrecerle tranquilidad, la retiró al instante con un escalofrío, acababa de descubrir una peculiaridad física y secreta de la princesa su culo era notablemente musculoso y peludo, además los muy canallas la tenían totalmente desnuda, atrapada en aquella horrible cama.

La princesa había captado el mensaje de que llegaba ayuda pues había dejado de brincar en la cama y en el momento en que el rescatador abría la boca para explicarle que iba a sacarla de allí enseguida, susurró entre gemidos:


- ¿Por qué has osado parar? .....En un momento tan crucial.


El rescatador estuvo a punto de contestar, que no tenía ya nada que temer porque estaba a salvo, sus desgracias se habían acabado, por fin había sido descubierta y sería rescatada de su mazmorra en breve, cuando inexplicablemente oyó la voz de un hombre que salía de la misma cama, esto era de lo mas cruel que jamás hubiera imaginado, el torturador se había metido en el mismo lecho que la víctima, el frío debía ser insoportable para hacer algo así. Con descaro le preguntó a la princesa:


-¿Cuantas manos tiene excelencia?

-¿Manos? ¿Cuantas manos? ¿Es eso lo que me has preguntado?

-Exactamente.

-Ya me lo pareció (murmuró) ¿En un momento como este te pones a hacerme preguntas estúpidas?¿Cuántas manos te crees que voy a tener, tres, cuatro?

-Si y una de ellas fría y callosa.

-¡De modo que soy callosa! Aqui lo único que hay calloso y grosero eres tú. Debería haberme dado cuenta. Anda déjate de tonterías y acaba lo que has empezado.

-Está bien, contestó dubitativamente, de todas formas, yo juraría que me tocó el culo con su excelentísima tercera mano.

-No digas gilipolleces querido. Venga sigue y calla un poco.


Se inició otra vez el rechinar de las maderas desencajadas, aunque esta vez acompañado de unos gruñidos bastante menos entusiastas del hombre y las frenéticas súplicas de la princesa pidiendo mas y mas.


El rescatador se quedó en cuclillas junto a la cama amparado en la oscuridad, intentando comprender lo que estaba pasando pero interpretando que debía salir de allí cuanto antes, al incorporarse tropezó con una pequeña alfombra para mantener el equilibrio alargó la mano y esta vez se topó con la rodilla de la princesa. De la cama surgió un ahogado grito y de repente cesaron todos los movimientos.

El rescatador soltó la rodilla y hulló de puntillas con toda prisa hacia la puerta amparado en el espesor de la oscuridad.


-¿Que pasa ahora? preguntó el hombre.

-Manos, balbuceó la mujer, antes ¿dijíste manos?

-Dije una mano.

-Te creo, esa mano acaba de agarrarme la rodilla.

-Te juro que no era la mía.

-¡Socorro! Empezó a gritar la princesa.....

martes, 20 de mayo de 2025

 ... -Y ahora mi mujer piensa que ha sido una señal del más allá,  concluyó el vecino, cruzando los brazos, como si aquello lo dejara aún más confundido.

Andrés se quedó mudo, el corazón le golpeaba en las sienes, su mente se aceleró como un tren fuera de control:

¿Qué? ¿Rico ya estaba muerto? ¿Enterrado en el jardín? ¿Entonces…? ¿Terco lo desenterró? ¿Ese desgraciado de ojos verdes escarbó entre los lirios, sacó el cadáver y me lo ofreció como una ofrenda fúnebre, como prueba de su amor?




Mientras tanto su vecino seguía balbuceando sobre teorías espirituales y conspiranoicas.

—Que si un alma en pena, que si Rico quería despedirse, que si el universo se equivocó de jaula, que si una reencarnación espontánea. 

En cambio Andrés, que disponía de la verdad solo podía pensar en una cosa, su gato era un profanador de tumbas y el un cobarde que no se atrevía a asumir sus culpas.

En la otra casa, la del loro, los vecinos también habían contado su versión, no a todo el mundo, claro. No eran chismosos, ni mucho menos pero aquel suceso, lo del loro que volvió de la muerte, merecía una excepción.

Los vecinos eran Rosa y Federico, matrimonio de toda la vida, jubilados con la paz del que ya ha pagado su hipoteca, llevaban viviendo allí más de veinte años, desde hacía catorce, compartían sus días con Rico, el loro más espectacular que jamás hubiese pisado un jardín europeo.

—Ese pájaro hablaba mejor que mi cuñado, y con más criterio —

Decía Federico en la panadería.

Lo sacaban todos los días a tomar el sol, le ponían música clásica, lo peinaban con un cepillito de cerdas suaves, le daban alpiste premium comprado por internet, y le hablaban como si fuera un nieto, había quien decía que Rosa dormía con Rico cerca de la cama en su jaula móvil, como si el pájaro tuviera terrores nocturnos.

Cuando Rico murió, Rosa lo sintió más que cuando murió su suegra (según Federico, bastante más). Fue una mañana cualquiera, salieron al jardín con el café, como siempre y lo encontraron con la cabeza gacha, las alas caídas y un silencio que helaba el alma, lo envolvieron en una toalla bordada, lloraron, rezaron, y lo enterraron bajo el naranjo, con una piedra con su nombre y un pequeño ramo de lavanda.

—No puedo estar aquí, Fede. 

Dijo Rosa, con ojeras de duelo.

—Me lo imagino volando en cada sombra, vamos a cogernos esos días que teníamos planeados e intentar olvidar esta agonía.

Y así lo hicieron, dejaron la casa a cargo de Joaquín, un amigo jubilado también, muy discreto, que prometió cuidar de las plantas y ventilar las habitaciones, nadie mencionó a Rico,  quizá porque les dolía demasiado, quizá porque les parecía ridículo confesar que habían enterrado a un loro con más honores que a un obispo.

Cuando regresaron del viaje, Rosa, con el corazón aún blando, fue al porche a comprobar que todo estaba igual... Pero allí lo encontró, Rico, sentado en su jaula, limpio, pálido, frío, como si el más allá tuviese protocolo de entrega en mano.

El grito se oyó en tres manzanas. Rosa pensó que se había vuelto loca, Federico pensó que habían abierto la tumba del loro y lo habían vuelto a meter en la jaula.

—Esto no es normal.

Dijo Rosa, echando agua bendita en aerosol

—Esto es cosa de brujería.

Llamaron a Joaquín, que juró por su cadera operada que no había tocado nada, no tenían cámaras de vigilancia, Rosa se abrazaba al loro muerto como si esperase una explicación, Federico llamó a su primo el del pueblo, que sabía algo de santería, nada de nada.

Entonces empezaron las teorías:

1) La más lógica, decían, era que un zorro lo hubiese desenterrado (aunque no suelen lavar ni colocar a sus presas en jaulas). 

2) La más fantasiosa era que Rico había vuelto por voluntad propia. 

3) La más secreta, que Federico no se atrevía a decir ni en voz baja, era que el vecino raro, Andrés, el de al lado, el que hablaba con un gato negro como si fuera su terapeuta, tenía algo que ver.

—Ese gato tiene cara de asesino. 

Le dijo una mañana Joaquín a Federico.

—Y el vecino de cómplice, vi como le hablaba como si le contase secretos.

A partir de ahí, la historia se convirtió en leyenda de patio trasero, nadie decía nada, pero todos sabían que el gato tenía hambre de plumas y que de algún modo, el loro había sido devuelto como un paquete mal entregado.

Rosa, cada vez que cruzaba al jardín, lo hacía con una cruz en el cuello y otra en la mano, Federico miraba con desconfianza al muro bajo que los separaba del vecino solitario y Joaquín... Joaquín simplemente no volvió.

Así, mientras Andrés ensayaba discursos para una confesión que ya no necesitaban y Terco dormía como un emperador satisfecho, los vecinos vivían con el corazón encogido, la jaula vacía... y un escalofrío inexplicable cada vez que veían unos ojos verdes acechando desde la ventana.


PD Para saber la versión de Andrés (el responsable de las futuras terapias de sus vecinos conviene leer su propia versión):

Y resucitó al tercer día









lunes, 12 de mayo de 2025

En lo profundo de la caverna, donde la luz apenas susurra su existencia, un grupo de hombres yace encadenado desde su nacimiento. 
Sus cuellos y piernas están fijos en una postura inalterable, obligados a mirar únicamente la pared rugosa que tienen enfrente. 
Sus ojos, acostumbrados a la penumbra, observan sombras proyectadas por la titilante luz de una hoguera situada tras ellos. 
Figuras de objetos, animales y hombres desfilan en el muro sin origen visible. Para ellos, esa es la única verdad. 
No conocen más mundo que esas siluetas danzantes.


—¡Así que les ganaste a los amigos de papá! ¡Vaya campeona!

—Uf, Sergio, ¿Qué te parecería si hiciéramos algo esta noche?

Mientras la noche vibraba con susurros y sombras. Tras la cena, los cuerpos se refugiaban en sus tiendas, cada uno buscando su propio descanso… o su propia tormenta, pero yo esperaba con ansias el tirón de su mano, la urgencia de su deseo. 

En ese momento escuchamos unos tímidos gemidos provenientes de la tienda de sus padres. Era evidente que ellos también, por la pinta, estaban queriendo “hacer algo”. Yo me reí pero mi chico quedó con la cara espantada, le atusé el pelo con mis dedos:

—Sergio, ¿te asquea que tus padres lo hagan o qué?

—Claro. Son mis padres, cari ¡Qué incómodo! ¿Te parece si nos dormimos y continuamos mañana? 

Era evidente cuando los ecos ajenos perforaron la frágil tela de la noche, su fuego se apagó en un pestañeo, envolvió su cuerpo en una manta, cerró los ojos y dejó que la incomodidad lo venciera. 

Ya no me hizo caso pese a que lo zarandeaba, incluso metí mano para acariciarle el vientre pero sin reacción, parecía que saber que sus padres tenían sexo le cortaba todo el rollo.

Así que salí de su tienda, bastante cabreada, al aire espeso de la madrugada, mi piel aún encendida, mi pulso buscando un compás distinto y miré de reojo la carpa donde sus padres estaban haciéndolo. Gracias al brillo de una farola tras los árboles podía ver las siluetas oscuras de ambos allí adentro. Iba a irme a mi carpa, pero escuché a don Cosme rogándole a su señora:

—Mira, querida, mira cómo estoy no me dejes así.

Descubrí, al acercarme silenciosamente, que no estaban teniendo sexo. Por la sombra que proyectaba, entendía que él estaba sobre su esposa, animándole a que tuvieran relaciones, pero la señora no quería saber nada.

—¿Pero qué te pasa, Cosme? Déjame dormir, me duele la cabeza.

—¿Pero tu estás viendo este pedazo de erección que tengo?

Cuando dijo aquello, el señor se puso de rodillas, de perfil, y pude ver boquiabierta la polla de mi suegro (mejor dicho, la sombra). 
¡Era enorme! ¡Pues claro, era una maldita sombra, normal que pareciera titánica, engañando mi percepción! 

Pero, ¿y si no? Madre mía, ¿por qué su hijo no heredó esa lanza? Empezó a estrujársela, parecía que buscaba la mano de su esposa para que ella comprobara su estado pero la mujer no quería saber nada de nada.

Me calenté tanto viendo aquella espada que no dudé en meter mano bajo mi short de algodón y tocarme. No lo podía creer, ese señor rogaba por sexo y su señora no lo quería contentar. Y yo le había implorado a mi novio que aplacara el calor que me tenía en ascuas.

Disfruté del voyerismo aquella vez, de noche, espiando a mi suegro masturbándose. Pensé, mientras mis finos dedos entraban y salían de mi húmeda gruta, que seguramente don Cosme estaba empalmado gracias a mí y mi pequeño bikini mientras tomaba el sol por la tarde.

Seguramente se tocaba imaginando mi culo, mi sexo o mis pezones anillados, que se entreveían con la minúscula prenda, podía oír sus entrecortados gemidos…

Me mordí un puño para no gemir porque el orgasmo que tuve fue inolvidable, caí allí, en la yerba, retorciéndome y tensando mis dedos dentro de mí. Mientras recuperaba mi vista, que se había nublado durante el clímax, volví a mirar la tienda; el pobre hombre, por la pinta, también se estaba corriendo en un pañuelo o camiseta que se acercó él mismo.

Las sombras hablaron. Sobre la tela de aquella tienda, un titán alzaba su silueta en súplica, buscando ser acogido. La voz de su esposa lo rechazaba con la tibieza del cansancio, pero él persistía, dibujando sobre la lona un espejismo que confundía los límites entre la realidad y la ilusión.

La luz jugaba a engañar mi percepción. ¿Era la sombra la que magnifica o era mi mente la que anhelaba? Me quedé allí, atrapada entre lo indebido y lo inevitable, viendo brillar en el cielo destellos de fuego, sintiendo en mi piel la misma electricidad.


“Don Cosme…”, susurré con mis finos dedos haciendo ganchos en mi húmeda cueva, viendo chispas doradas en el cielo negro.
Un murmullo escapó de mis labios. La noche, cómplice y muda, guardó el secreto.











viernes, 9 de mayo de 2025

8:05 am: Un autobús lleno de desgraciados casuales, recorre la avenida principal, ajenos al extraño acontecimiento que en breve va a suceder.

Violet iba en su asiento, ataviada con el uniforme de Viajes Colón perfectamente planchado, mientras una idea simple le rondaba la cabeza, hoy le apetecía chupar una polla, era una revelación súbita, mística casi, al cepillarse los dientes tras el desayuno con su vecina que le contaba las maravillas de una excursión a Benidorm para la tercera edad, la mente de Violet solo podía pensar en felaciones y en que debía vender como mínimo dos viajes a Peñíscola este mes para cobrar comisión y pagar el alquiler.

Enfrente, un chico con cara de haber repetido curso tres veces, la miraba sin atreverse a mirarla, esquivando el cruce de miradas, era Daniel, trabajaba de mensajero y justo estaba transportando unos papeles para Viajes Colón, era cliente suyo sin saberlo, tenía marihuana en la mochila, unas cuantas multas sin pagar y una erección monumental, su mente estaba ocupada en un polvo antológico con Paloma en un parque que jamás olvidaría, ni el viejo que los pilló tampoco.

El conductor Sergio, pensaba en estrellar el autobús contra el ayuntamiento, no era casualidad, Sergio debía unas cuotas de un viaje a Túnez que nunca llegó a hacer por una huelga, con la agencia  'Viajes Colón'. Su odisea financiera lo tenía al borde del terrorismo vehicular.

Una señora bien peinada miraba al chico con ansia depredadora, era Carmen, agente de seguros, le había vendido un seguro de vida a un tal Román, que estaba sentado justo al fondo, deprimido, oliendo a soledad y a colonia barata. Carmen había sido clienta de Viajes Colón también, y odiaba esa agencia porque perdió unas vacaciones en Ibiza por culpa de la incompetencia de una tal Violet, pero ahora estaba ocupada mirando el paquete creciente del chaval empalmado, instintivamente se desabrochó 2 botones de su blusa, para que se le viera el sostén. 

Román, el viejo, pensaba en colgarse, había sido prestamista, entre sus antiguos clientes estaba Tomás, el tipo de 33 años que mascullaba su odio hacia su padre moribundo y los bancos. Tomás había intentado conseguir un crédito en la sucursal donde trabajaba Alberto, disfrazado hoy de vendedor ambulante. Alberto, ex director bancario, ahora evitaba acreedores bajo un sombrero ridículo.

Al fondo, Elena, madre frustrada, pensaba en cómo limpiarían ese autobús, estaba asqueroso, seguro que lo limpian con manguera pero aún quedan chicles de la ventana. Elena vendía cosméticos por catálogo. Su web la había diseñado Adrián, el friki que ahora imaginaba pollas que inflaban estómagos y elefantes vampiro. Adrián había comprado un paquete vacacional online a Viajes Colón para un crucero nudista que no se realizó por no llegar a un número mínimo de plazas.

Sentada junto a Adrián, Marisa, ejecutiva de ventas, rumiaba su odio hacia Paco, al que justificaba su ascenso por tener polla y no poderse quedar embarazado. Marisa había conseguido gracias a Viajes Colón cerrar un acuerdo de incentivos para empleados que jamás le concedieron.

Todos, sin excepción, habían sido clientes, proveedores, víctimas o verdugos de los otros. Todos conectados por la red invisible de negocios cutres, deudas, favores, polvos no confesados y traiciones baratas. Nadie lo sabía.

Cuando Violet se levantó, se acercó dándole la espalda a Daniel, rozándole sutilmente con sus glúteos, ella notó su polla dura apretada contra la falda, lo notó, el se puso ostensiblemente nervioso, le encantó la situación, es todo tan previsible… En su mente solo había un pequeño problema logístico:

"¿Dónde se la chupo? ¿En el asiento? ¿En el suelo? ¿Sobre el volante del conductor?". Sonrió y, sin volverse, acercó la cabeza a la suya y murmuró:

—¿Oye, me estás apuntando con una pistola o te alegras de verme?

—¿Ehhhh?

Era obvio que Daniel no sabía de citas cinematográfica ni literarias por lo que ella decidió ir mas al grano.

—Me llamo Violet. Hoy tenía que ir a un examen… pero prefiero otra cosa. ¿Te apetece dejarme chupar tu polla un ratito?

Lo que pasó después fue hermoso y patético.

Como Daniel estaba inmovilizado, Violet interpretó el silencio como confirmación, de modo que con un movimiento seco le bajó la cremallera de la bragueta, tras ese sonido seco, y la súbita aparición del miembro, se oyó un ¡Ohhhh! de admiración que salía de entre los pasajeros, tras el cual Carmen se tapó la boca abochornada, el conductor asustado clavó los frenos con una brutalidad casi artística, el chirrido de las ruedas reventó contra el asfalto, levantando un humo blanco que olía a goma quemada y desesperación, los cuerpos salieron despedidos, desparramándose por el pasillo como muñecos borrachos, bolsos, mochilas, sobres de cosméticos y un sombrero ridículo volaron por el aire, en medio de la confusión, algunos se sacaron las pollas, otras las agarraron con los dedos, iniciando masturbaciones grupales, es el fin del mundo repetían algunos, al final todos miran, todos participan  en cadena, el viejo Román, que ya no esperaba nada de la vida, sonreía feliz, comprendiendo todo, como si hubiera esperado ese momento durante 80 años. Los coches tras el autobús se apilaron en un atasco infinito, los conductores curiosos se acercaron, al ver la escena, furiosos, confusos o ambas opciones, se unieron sin saber muy bien a qué pero entraron en el autobús, como un imán que les atrapaba.  

La avenida entera se convirtió era un río de carne sudorosa y excitada, sirenas, contratos rotos, viajes a ninguna parte, pólizas caducadas, préstamos impagados, cosméticos derritiéndose, webs caídas, y cuerpos felices.

Un precioso lunes de orgía pública, quizás el mejor.

Porque, al final, todos queremos amor y felicidad.






miércoles, 7 de mayo de 2025

Paco y Román


Sin brújula y sin vergüenza.

Estos dos personajes no nacieron indigentes ni marineros improvisados, todo tiene su pasado, incluso lo mas absurdo, Paco no siempre fue un náufrago alcohólico, sino —según él— algo mucho peor, un profesor de Educación Física en paro con veleidades náuticas.

Mucho antes de quedarse dormido sobre un timón ajeno, Paco había sido un hombre serio o al menos, eso decía él mismo con la convicción de quien ha contado tantas veces su historia que ha olvidado en qué momento empezó a mentir.

—Yo era profesor, ¿sabes? Educación Física, en un instituto de Sóller. El chándal me quedaba como un guante y el silbato lo usaba sólo para emergencias, nada de pitar por gusto, eso es de novatos 

Le contó a Román una madrugada en la T1, mientras compartían un paquete de croissants caducados con la ternura de dos náufragos de la civilización.

Román no sabía si creerle, pero le gustaba escucharlo, Paco tenía ese don de los charlatanes de vocación, convertía cada desgracia en una epopeya y cada suspensión de empleo en una injusticia histórica. Aseguraba haber sido expulsado por “motivos ideológicos”, parece ser que los padres no estaban muy conformes con los signos evidentes de embriaguez del profesor que sus alumnos relataban detalladamente en sus respectivas casas.

—Pero lo mío era el mar. Siempre lo fue. La mar te habla, Román. La mar te dice cosas.


—¿Y qué te dijo a ti?


—Que me fuera, literalmente, me vomitó en la cara durante una regata amateur en 2003. Desde entonces no volví… hasta ahora.


Román, por su parte, no hablaba mucho de su pasado, sólo sabía que había trabajado en lo que él llamaba “la vida privada”, una expresión que abarcaba desde mozo de almacén hasta figurante en una serie de sobremesa. Su talento principal era desaparecer en lugares públicos y recordar letras de rancheras con precisión quirúrgica.


Su encuentro fue inevitable, como esos choques entre satélites que nadie calcula pero que acaban saliendo en las noticias. Coincidieron por primera vez en una sala de espera del Hospital Son Llàtzer, ambos por lesiones menores y con la misma expresión de quien no espera curarse, pero sí un café gratis. Desde entonces, inseparables. Paco tenía el verbo, Román la resignación, y entre los dos, una voluntad común: evitar cualquier cosa que implicara madrugar.


La idea de robar el velero no surgió de un plan. Surgió del aburrimiento y de una botella de vino semillena que rescataron de los restos de un botellón, con una etiqueta en ruso. 


—Mira, Román. Si seguimos aquí vamos a enraizar en la moqueta del aeropuerto, he visto un velero ahí fuera, sin vigilancia. ¿Qué es lo peor que puede pasar?


—¿Ahogarnos?


—Bah. Eso es secundario tengo nociones de navegación, es todo muy fácil, es cuestión de seguir unas pautas.


Román dudó. Siempre dudaba. Pero su vida era tan plana que hasta un delito le parecía una curva excitante.


—Vale. Pero si morimos, no me eches la culpa.


—¿Morir? Román, vamos a vivir. Aunque sea dos días y aunque sea de mentira.


Y así fue como empezaron su epopeya dos hombres sin destino, sin papeles, sin rumbo, pero con una absurda ilusión de que todo podía salir bien porque, simplemente, ya había salido mal demasiadas veces.


A lo largo de la historia de la navegación, los mares han sido escenario de gestas épicas, sueños de libertad y tragedias humanas. Esta, en cambio, es la historia de Paco y Román: dos expertos en pasar desapercibidos entre terminales de aeropuerto y máquinas de café averiadas, dos Ulises de chándal, sin Ítaca pero con ganas de evasión, que se lanzaron a la mar en un velero robado y sin plan de retorno. Porque, claro está, un plan implicaría pensar, y pensar cansa.




—Tú confía en mí, Román. Yo sé lo que me hago.

Dijo Paco, señalando un flamante velero de doce metros con una confianza que sólo dan el hambre y el exceso de litronas.


Román, que llevaba tres días comiendo barritas de cereales caducadas y viendo despegar aviones como quien mira fuegos artificiales desde una zanja, no necesitó mucho para dejarse arrastrar. “Peor que esto no será”, pensó, sin saber que el universo siempre acepta ese tipo de desafíos como una invitación formal al desastre.


El abordaje del velero "Pelegrin Tuk" (un nombre que ya olía a tragedia menor) fue un ejercicio de sigilo y torpeza que rozó lo poético. Y una vez a bordo, descubrieron con alegría que la despensa estaba llena no solo de comida de modo que la travesía comenzó como suelen empezar estas cosas: bebiéndose primero el ron del armador y luego cualquier líquido con etiqueta que no llevara la palabra “desinfectante”.


Paco, patrón autoproclamado, duró apenas unas horas antes de desplomarse sobre el timón como una estrella muerta sobre el horizonte. Román, ahora solo ante el timón y el abismo, descubrió que navegar no era exactamente como en las películas, y que ni siquiera sabía dónde estaba el norte. Ni cómo encender una radio. Ni qué era una radiobaliza. Ni por qué demonios lo había escuchado a él, otra vez.

Román llevaba veinte minutos observando el timón como quien observa un electrodoméstico extraterrestre, no giraba nada, no respondía a nada. Lo único que había conseguido era chocar tres veces contra su propia ignorancia y una contra el mástil, al ritmo de los cabeceos del barco. Paco, el otrora comandante supremo de la travesía, yacía con la boca abierta, presa de un desmayo provocado por un coma etílico, a costa del buen whisky de la despensa.


Román intentó hablarle.


—Paco… Paco, coño, despierta… que esto se mueve solo y no se que hacer, no soy el capitán Nemo.


Nada, ni un gruñido náutico, ni un leve parpadeo de autoridad, solo el cuerpo colapsado de un hombre que creía que la náutica se reducía a saber abrir una cerveza con el borde del ancla.


Y fue en ese momento, justo cuando creyó haber tocado fondo (moral, no náutico), cuando Román descubrió la radio.


Una caja gris con botones, luces apagadas y una etiqueta que decía ICOM. Román pensó que eso debía de significar algo, de cualquier modo, empezó a apretar botones como quien marca un número de lotería.


—Ejem... ¿Hola? ¿Central? ¿Puerto? Aquí estoy en el... barco... Peregrino Puk, no, Pelegrín Tuk, esto… estamos en apuros y no se como se vuelve. ¿Cambio?


Sorprendentemente, la radio escupió una voz de vuelta. Una voz con modulación de funcionario cansado y la paciencia justa.


-Aquí Salvamento Marítimo. Recibimos su señal. ¿Me copia?

Silencio.

-¿Cómo que le copio?¿Qué es eso de copiar?

-Confirme su posición actual.

-Sentado al lado de la neverita, con las piernas cruzadas.

-Deje la radio y dígale al capitán que se ponga, la radio es una cosa seria.

-No puede, se ha desmayado, está tumbado en el suelo y no vuelve en si.

-Entonces definitivamente ¿no sabe la posición marítima?

Román angustiado miró alrededor, buscando señales en el horizonte, o al menos un cartel que dijera “Usted está aquí”, una boya, un pez o algo.

-¿Posición? Pues… sobre el agua, bastante adentro en el mar, salimos hace unas horas de Can Pastilla, A lo mejor hacia el sur o hacia el norte, bueno, no sé muy bien. Hay agua por todas partes. ¿Sirve eso?

-¿Agua? ¿Está entrando agua en la embarcación?

-No lo sé. 

-¿Hay alguien más en la embarcación con la que pueda hablar?

-No, solo estoy yo despierto.

-¿Tiene a bordo una radiobaliza?

Román echó un vistazo rápido y localizó algo naranja que parecía una linterna de pesadilla.

-Tengo una cosa con antena, sí. ¿Eso qué hace?

-Debe activarla para que podamos rastrear su señal.

-¿Activar? ¿Dónde está el botón de encender? Aquí hay como… cinco. Espera. He tocado uno y ha hecho clic. ¿Eso era?

-¿Se ha encendido alguna luz?

-No. 

Suspiraron con cansancio al otro lado.

-Mire, lo más efectivo, es que la tire al mar. Se activará sola.

Román hizo una pausa. Su sentido de la lógica, corroído pero aún resistente, dudó.

-¿Tiro esto al agua y mágicamente saben dónde estoy?

-Exactamente.

-¿Y eso no explota?

-No. Solo transmite. ¡Tírela ya! y no toque nada más.

Román miró a Paco una última vez.

-Te lo juro, si esto sale bien, no te vuelvo a dejar elegir aventura, la próxima vez nos metemos en una biblioteca, que ahí nadie muere.

Después de media hora peleándose con la sujeción, pues Paco no había tenido tiempo de explicarle como se deshacen los nudos náuticos y con gesto solemne, lanzó la radiobaliza por la borda, como si arrojara una carta a Poseidón pidiendo perdón por el atrevimiento, automáticamente se encendió una luz parpadeante.

Tras lanzarla, Román sintió que había hecho algo importante. Algo heroico, incluso, se dejó caer sobre el banco de popa con aire de quien ha salvado a la humanidad y ahora espera su estatua en bronce con palomas cagándole encima.


Paco seguía inconsciente, o dormido. Es difícil saberlo a esas alturas. Su cuerpo emitía sonidos cada vez más sofisticados, una mezcla entre gruñido de oso menorquín y el traqueteo de un secador industrial.

-Te he salvado la vida, cabrón. Y ni un gracias. Lo típico de ti. 

Le murmuro Román con el tono de quien ha rehecho el mundo en su cabeza varias veces y ninguna con éxito.

El mar, mientras tanto, seguía ahí: vasto, indiferente, ligeramente mareado.

Fue entonces cuando Román empezó a ver cosas. Una gaviota le guiñó un ojo. Un pez volador le insultó mientras le miraba y una nube tenía, sospechosamente, la cara de su trabajadora social.

Y justo cuando el sol empezaba a parecerle un farol intermitente de parking, una silueta apareció en el horizonte, al principio pensó que era otra alucinación: una embarcación blanca con luces, un par de hombres con chalecos fosforitos, y una sirena que sonaba como si una aspiradora estuviera teniendo un orgasmo.

Pero no, era real, venían a por ellos.

-¡Eh! ¡Aquí! ¡Aquí está el Pelegrín Put... Tuk! —gritó, agitando los brazos como si quisiera despegar.

La lancha de Salvamento se acercó con profesionalidad y una expresión en sus rostros que combinaba pena, deber y ganas de contar esto luego en el bar. Uno de los rescatadores subió al velero y evaluó la situación con mirada experta.

—¿Quién está al mando?

Román señaló a Paco, que en ese instante dejó escapar un eructo que olía a anchoas y decadencia.

—Bueno, digamos que la nave iba sola 

Respondió Román

—Él es el capitán, pero ha tomado la ruta del coma etílico.

—¿Y usted?

—Yo soy... el copiloto y el portavoz y el que ha tirado la cosa esa naranja. ¿Me dan puntos por eso?

Minutos después, llegó la patrullera de la Guardia Civil. Venían serios, de uniforme, con cara de jueves por la tarde. El agente que abordó el velero parecía haber dejado la empatía en tierra firme.

—¿Son ustedes conscientes de que esta embarcación es robada?

Román dudó. Miró a Paco. Luego al agente.

—¿Robada? Hombre, tanto como robada... la encontramos sin vigilancia. Y en un puerto. Es como si estuviera... disponible.

—Eso se llama delito.

—Ah, bueno, no soy experto en semántica legal 

Dijo Román, alzando las manos como quien entrega la guitarra al final del concierto.

Paco, por fin, abrió un ojo. Lo primero que vio fue un guardia civil apuntándole con una linterna. Lo segundo, el mar.

—¿Hemos llegado a Cabrera?

—Ha llegado usted al cuartelillo —dijo el agente, seco.

Paco parpadeó. Miró a Román.

—¿Lo hemos conseguido?

—Depende, si tu sueño era acabar esposado y cubierto de vómito marinero… entonces sí, Paco, lo hemos logrado.

Y así, escoltados por el remolcador, con el sol ya cayendo sobre el horizonte y la dignidad por los suelos, los dos modernos argonautas fueron llevados a tierra firme, donde los esperaba una juez con más paciencia que entusiasmo.








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