Tengo un vicio extraño, no es ilegal, ni especialmente peligroso (aunque todo depende de a quién sigas, claro). Cuando el aburrimiento me asalta, que es más a menudo de lo que sería socialmente aceptable admitir, me meto en el metro o en un autobús cualquiera, hago de detective amateur y juego a adivinar vidas ajenas
Me siento delante de alguien, observo disimuladamente. “Ese lleva una carpeta azul… funcionario. Aquella con gafas de pasta… ilustradora frustrada. El del bigote… atracador de bancos en paro.” Me divierte. A veces, cuando la historia es buena, la prolongo un poco más, total mucho mejor que Netflix, me bajo en su parada y sigo sus pasos discretamente, para confirmar mis pesquisas e ir añadiendo datos que corroboren mis conjeturas.
Entonces apareció ella.
Primavera en Barcelona, ese momento en que no sabes si salir en manga corta o con bufanda porque en cualquier caso vas a acertar y a equivocarte al mismo tiempo, iba en la línea 1 de metro, dirección Bellvitge. Subió en Paseo de Gracia, pelo castaño alborotado de forma natural (que es la forma más artificial que existe), libro bajo el brazo, “Ensayo sobre la ceguera”, de Saramago, ahí ya me ganó y auriculares amarillos.
Mi mente de detective de medio pelo se activó, periodista cultural con novio músico, pensé. Y la seguí discretamente.
Bajó en la parada Plaza España, repliqué su decisión, abandonó la plaza y subió por las amplias escalinatas que nos llevan a Montjuic, a buen ritmo, se paró en el mirador desde el cuál se ve toda la ciudad apoyándose en la balaustrada de piedra, mirando lejos, al cabo de diez minutos, prosiguió hasta el Estadio Olimpico, luego empezó a pistear entre los árboles frondosos del parque, en zig zag, hasta salir en la parte trasera del 'Pueblo Español', pagó la entrada y paseó sin prisas por el medio de las callejas interesándose por las exposiciones de falsa artesanía y haciendo fotos, pensé en lo dificil que es seguir discretamente a alguien, es difícil la labor de detective, intentando no coincidir en un recorrido en el que todas las pequeñas calles confluyen, después de unas cuantas vueltas salió del recinto, recorrió otras estrechas calles entre los parques y se metió por una estrecha cancela de hierro forjado disimulada entre la maleza, después de una interminable pasarela de pizarra, apareció trás una arcada una puerta acristalada con marcos pintados de verde, un bar pequeño, de esos con mesas de mármol, camareros con camisa blanca y corbata fina, y escrito con tiza en una pizarra en la entrada “Especialidad, Vermut Paraíso”.
Ella desapareció dentro para salir luego a la terracita al sol, ocupó una de las seís mesas, al cabo de un rato le trajeron su vermut, sacó un cuaderno del bolso y empezó a escribir.
Un nuevo problema añadido es que en la terraza no había mas clientes que ella y yo, de modo que discretamente, me senté a dos mesas de distancia, en plan agente secreto de saldo pero claro, torpe como soy, dejé el móvil sonar (¡maldito politono!), me miró de reojo, sonrió, y volvió a lo suyo. A los cinco minutos, dejó su cuaderno, se levantó, se acercó a mi mesa y dijo:
—¿Quieres dejar de seguirme ya o prefieres que pidamos otro vermut y hagamos esto menos incómodo?
Yo quise que me tragara la tierra, pero resulta que Barcelona está fatalmente mal urbanizada para esos casos, así que sonreí como si fuera mi plan desde el principio.
—Bueno… visto así, tampoco me vendría mal un vermut.
Se sentó, pidió otro para mí, y empezó a interrogarme como si fuera ella quien jugara a descifrar vidas ajenas.
—A ver veamos… ¿periodista frustrado? ¿Escritor sin editorial? ¿O te dedicas a entrenar palomas para competiciones ilegales?
Le confesé mi afición absurda y nos reímos bastante. Se llamaba Clara, era matemática, de esas que desmontan tu existencia con un par de fórmulas y una sonrisa torcida, amante del vermut y de espiar a los que espían.
Pasamos la tarde allí, al sol, entre tragos, anécdotas absurdas y teorías conspiranoicas sobre por qué el camarero llevaba bigote solo en un lado.
Y fue entonces, ya con la segunda ronda, cuando no pude evitar preguntarle qué escribía en aquel cuaderno.
—Una novela.
Me dijo, sonriendo arqueando una ceja en plan misterioso.
—Sobre un tipo que tiene la extraña costumbre de subirse al metro, seguir a desconocidos, inventarse su vida… y que acaba persiguiendo a una pobre chica que, por cierto, ya sabe que es perseguida, pero como es un poco retorcida, se inventa sus propios motivos para justificar que la sigan.
Ahí me quedé callado, vermut en mano, viendo cómo se reía y rascaba con el bolígrafo sobre el papel.
Y por un momento, muy breve, pensé que tal vez, solo tal vez, ella también estaba siguiendo a alguien o escribiendo sobre mí o escribiendo sobre alguien que escribía sobre alguien que seguía a alguien.
Bar Paraíso |
Vermut Paraíso. Recursivo, como la vida misma.
Para ceñirnos a la estricta verdad, todo se inició por culpa de la película "50 Sombras de Grey", sus posteriores y reiterados positivos comentarios a lo largo de los días siguientes.
No es que ella se opusiera, claro, si algo había aprendido en la vida, era que la resistencia, bien empleada, solo aumentaba el placer.
De modo que allí estaba, con las muñecas sujetas por una técnica que él aseguraba poseer, pero que en realidad había perfeccionado después de horas visionando tutoriales en YouTube, nudos marineros para sujetar todo tipo de cosas, menos para atarse a si mismos.
Muy aplicado, su amante su frase preferida era que el conocimiento era poder, aunque en este caso, parecía más bien un poder inverso … mas bien restrictivo.
El flash de la cámara la cegaba momentáneamente, y en esos instantes de luz blanca y súbita, no podía evitar preguntarse si esto acabaría mal o en una exposición retrospectiva titulada "Ataduras consentidas", una exploración fotográfica del amor y los cabos blancos de poliéster o marrones de cáñamo. O peor, en la memoria de su amante como:
“Aquella vez que intentamos ser sensuales y terminamos riéndonos porque los nudos se deshicieron solos” pero contenta pues se sentía protagonista de su propia película.
—¿Todo bien? —preguntó él, con ese tono de amante delicado pero claramente más interesado en la composición estética que en la circulación sanguínea de las extremidades de su pareja.
—Maravilloso —respondió ella, con la dignidad de una mujer que, incluso atada, aún tenía el poder de lanzar una mirada de juicio.
Un nuevo clic. Otro destello. Y ella, en su papel de musa involuntaria, pensó que si todo fallaba, al menos tendría pruebas fotográficas para su futura autobiografía.
He estado días con esta punzada, este aroma tan especial, este zumbido dulce y rancio que se cuela entre las aceras calientes y la tierra removida del jardín, Rico, mi enemigo y mi obsesión, mi espectáculo aéreo diario. Ese loro arrogante que una vez fue color y plumas y ruido... ahora es silencio enterrado.
He cavado, con las patas húmedas y los bigotes vibrando de angustia, hasta ahora no sabía que era tristeza, no sabía que lo podía doler. He arañado la tierra hasta romperme mis afiladas garras. Y ahí estabas.
Deshecho, con tus plumas de colores vivos sueltas pero tu cuerpo gris y ocre pero eras tú, Rico.
No eras solo un loro, eras mi loro, no mío de posesión, no. Mío de duelo, como solo el deseo puede hacer suyo a alguien, no te quería muerto, te quería mío, te quería asustado pero vivo, volando, mostrándome con altanería que no podía alcanzarte.
En una de las casas del barrio vivía una jaula, dentro, una criatura grande tan absurda, tan colorida, que parecía haber nacido del vómito de un arco iris, Rico, lo supe desde la primera vez que lo vi, colgado entre barrotes y migas de pan, que él no era de aquí. Tenía una tristeza en las plumas que no combinaba con su belleza, alma salvaje atrapada en un escenario barato, lo miraba desde mi muro.
Él volaba y yo saltaba. hablaba con voz chillona y yo pensaba en el Amazonas aunque no sabía que era eso del "Amazonas" pero lo soñaba, porque él venía de allí, así lo comentaban sus propietarios, Rosa y Federico, humanos que siempre intentaban ahuyentarme, cuando me acercaba con inocente curiosidad. Blandían los brazos en alto, gritando:
—¡Aléjate de Rico maldito gato!
El viento me traía su olor dulzón, lo recordaba sin haberlo vivido, confieso que lo deseaba.
Un día lo toqué, mis garras sintieron el temblor de sus alas y todo fue tan fácil y tan decepcionante al mismo tiempo, no gritó como debía, no luchó como esperaba, su piel era muy suave y temblorosa, tanto que noté su hueso, era miedo, lo solté. Rosa gritó espantada, Federico resopló y lanzó un gruñido y yo me fui al muro, como cada tarde. Pero ya nada era igual, ya lo había probado.
Él, desde entonces, me miraba distinto. Ya no me odiaba. Me comprendía.
Desde su jaula, desde su patio, desde su decrepitud.
Rico envejecía. Lo notaba en su vuelo cada vez mas torpe, en sus chillidos apagados. Sus colores se iban volviendo pasteles, como si los recuerdos se le hubieran desteñido. Y yo... yo me quedaba allí, quieto, mirándolo. Viéndolo marchar. Día a día, pluma a pluma.
Hasta que un día no voló, hasta que un día no chilló, hasta que un día, no estuvo.
Entonces olí la tierra y cavé por una vez aunque no soy roedor.
Y te desenterré, Rico, porque eras mi enemigo, sí. Pero también eras el único que me miró como un igual, el único que entendió que no era hambre. Que no era caza. Que era... reconocimiento.
Ahora estás aquí, sin brillo, sin forma, ya no vuelas.
Y yo... yo me quedo aquí, sobre la tierra que cavé para encontrarte, observando el cielo vacío, el muro sin sentido, la jaula abandonada, por primera vez, en mi vida de gato, he comprendido lo que significa la pérdida.
No era libertad lo que tenías, ni lo que yo tengo, era la mirada, la tuya, la mía.
Lo que compartimos en ese instante suspendido entre vuelo y salto, entre garra y ala y ahora... sólo queda este olor desgardable que ya no es tuyo, pero que me perseguirá hasta el último muro de mi existencia.
Estaba terminando de cubrirlo, tierra húmeda, ese olor a hueso y tiempo, a despedida, no sabía si estaba enterrando a Rico de nuevo o a mí mismo, pero ahí estaba, con las patas sucias, el lomo agachado, los bigotes tristes, el corazón rugiendo despacio.
Y entonces oí el portón, el crujido del metal oxidado, Andrés mi dueño humano. Su voz:
—¡¿PERO QUÉ HAS HECHO, MALDITO GATO?!
Me erguí, no por culpa, no por sorpresa, como se yergue uno ante la tormenta ya sabía que no podría convencerle de que soy inocente, entre otra cosa porque no entiende mis maullidose.
—¡¿Lo mataste tú?! ¡¿Fuiste tú, asesino miserable?! ¡Con razón escarbabas la tierra como un psicópata con bigotes!
Lo miré asombrado poniendo una postura de sumisión enroscado sobre mi mismo.
Me di cuenta de que era alto, demasiado alto. Su cara se movía como el viento entre los árboles, con los ojos abiertos de par en par y los labios temblando como si las palabras fueran espinas, levantó un zapato.
No me moví.
Abrí los ojos, grandes, lentos. Le mostré las pupilas dilatadas del duelo, no del miedo. Le mostré que no huía, que no lo temía, que lo sentía mas que él mismo, aunque no supiera cómo decírselo.
—¡Tú eras el que siempre lo acechaba! ¡Siempre en el muro! ¡Siempre mirando! ¡Ya lo sabía!
Mi espalda se arqueó, no en amenaza, en plegaria gatil, luego me estiré largo, dolorido, como una línea que se quiebra en dos, el lomo temblaba, era una disculpa en lenguaje no verbal, gestos, poemas en músculos
Quise decirle:
—“No lo maté. Solo lo lloré.”
Quise maullar una elegía, pero no me salió, afortunadamente pués hubiera aún mas complicado las cosas, solo salió un gemido bajo lastimero, un hilo de aire partido.
Andrés lloraba. La rabia se le deshacía en los dedos como barro, me señaló, ya sin firmeza.
—¿Por qué, Terco? ¿Por qué a él?
Y entonces me senté de frente, con la cabeza baja pero sin bajar la dignidad.
Los asesinos no lloran sobre sus víctimas no les entierran con las patas, no les lamen las alas rotas con respeto.
Yo sí, quise decirle que Rico ya estaba cansado, que se me había ido volando sin alas que yo solo quería verle una vez más.
Pero todo lo que pude hacer fue cerrar los ojos muy lento y dejar que Andrés viera, en ese silencio y en esta sumisión lo que las palabras no pueden nombrar.
El mismo Andrés que antes me acariciaba con ternura… el que dejaba caer la mano por el borde del sofá como si no supiera que yo estaba abajo y al rozarme el lomo, decía:
—“Ah, ¡ahí estás!”.
Como si no llevara todo el día esperándolo, ese Andrés ya no estaba.
Ahora tenía las manos cerradas, duras, como si en vez de dedos tuviera piedras, me miraba como si yo fuera un monstruo y no el mismo que dormía sobre su pecho las tardes de lluvia.
No sé si volverá ese momento, el momento en que éramos dos animales distintos pero parecidos, él lleno de palabras y yo lleno de presencias.
El momento en que me hablaba con voz bajita, como si me confiara secretos, cuando me llamaba “Terquito” y me decía que ojalá pudiera entenderle y yo lo entendía todo sin entender nada.
Ahora hay un muro, no de ladrillos, no de gritos, de dolor y yo… yo no sé trepar ese muro.
Porque no fui yo, Andrés, te juro por mis siete vidas que no fui yo, si pudiera volver atrás, si pudiera devolvértelo, si pudiera meterme en tus ojos para que vieras lo que vi…
Verías mi espanto, verías mis patas torpes sin pulgares intentar abrazarlo, verías mi culpa sin culpa, verías amor, aunque solo veas garras.
Ahora solo puedo esperar, quizás un día, cuando se te pase el temblor de la mandíbula, cuando te sientes en el sofá y dejes caer otra vez la mano… Quizás me acerque y quizás no la retires y si lo haces… Me quedaré quieto, con los ojos abiertos, recordando lo que fuimos, esperando lo que tal vez aún podamos volver a ser.
PD Para saber la versión de Andrés (el responsable de las futuras terapias de sus vecinos conviene leer su propia versión):
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Hasta para su limitada inteligencia era evidente que no podría encontrar nunca a la princesa de la que ya estaba enamorado, aún sin conocerla pero sin un plano de los aposentos del castillo, sin vestigios del terrible cautiverio, iba a ser difícil pero por una vez en la vida la fortuna quiso premiarle. Retumbaban en medio del frío pasadizo el eco de las pisadas que se ahogaban entre las gruesas paredes de piedra, unos débiles gemidos emitidos por una oprimida garganta femenina sin duda, los utilizó como guía hasta toparse con una maciza puerta de madera, los quejidos ahora eran muy claros y se oían entremezclados con el rechinar angustioso de un lecho de madera carcomida.