miércoles, 30 de abril de 2025

Pelegrin Tuk



—A ver, señor... Paco, ¿puede explicar al tribunal cómo llegaron a bordo del velero “Pelegrin Tuk”?


Paco se aclaró la garganta con un dramatismo innecesario, llevaba rato esperando su turno, como quien aguarda en camerinos antes de salir al escenario, alisó nerviosamente su camisa llena de lamparones que ya no recordaba el planchado y adoptó el tono solemne de un explorador relatando su paso por el Cabo de Hornos.


—Señoría, permítame empezar por lo esencial, el velero estaba solo, solo y desamparado, amarrado ahí, como quien dice, con la mirada triste. Ni un alma vigilando, ni un cartel que dijera “no tocar”, ni siquiera una cadenita simbólica. Solo estaba ahí, esperando, mire usted, no fue un robo, fueron una serie de coincidencias entre un objeto náutico y dos corazones libres.


La jueza no pestañeó. Tampoco apartó la mirada. Se limitó a dejar que el silencio hiciera su trabajo. Paco, lejos de intimidarse, redobló su apuesta.


—Entramos al muelle como quien entra a una iglesia en ruinas, con respeto infinito y sí, señora jueza, nos subimos al velero, no lo vamos a negar pero fue por error, por culpa de nuestra curiosidad estética, ya que estaba abierto y quisimos ver cómo era por dentro. Oler la madera, sentir el tacto de la vela enrollada, acariciar los cabos, un acto cultural, si se me permite la expresión.


—¿Y luego? 

Preguntó la jueza, con ese tono de madre a la que el hijo ya le ha contado tres versiones diferentes de por qué llegó borracho a casa.


—Luego… ocurrió la magia. Soltamos las amarras, así, como un juego, sólo para sentir el movimiento, el leve vaivén del agua. ¡Un gesto simbólico! Pero… claro, el viento, ya sabe usted cómo es el viento, nos empujó suavemente hacia el centro del canal, sin gobierno hacia la bocana del puerto. Podríamos decir que el viento nos secuestró. ¡Nos vimos navegando! ¡A la deriva! Como Colón pero sin mapas ni patrocinio.


Román, que hasta ese momento había mantenido un perfil bajo, intervino como quien añade especias a una receta absurda.


—Y encontramos las llaves, señora jueza. Ahí, puestas. No tuvimos que forzar nada. El motor arrancó como si también quisiera irse. ¡Parecía cómplice! Como si el barco nos invitara. Si eso es delito, entonces también lo es enamorarse.


Un murmullo contenido recorrió la sala, un joven abogado se atragantó en la tercera fila, La jueza alzó una ceja con la destreza de quien ha oído barbaridades en su vida judicial, pero nunca con esta mezcla de descaro y lírica de cantina.


—¿Entonces su intención era…?


—¡Devolverlo! 

Exclamó Paco con indignación falsa

En cuanto vimos que el viento nos llevaba demasiado lejos, dijimos: “¡Vamos a dar la vuelta!” Pero dar la vuelta en un velero no es como en un coche, ¿sabe? Hay boyas, mareas, peces...

Además, se nos complicó el tema, el viento ahora en contra, el hambre de años acumulada, la despensa llena, la botella de whisky a bordo, mi coma etílico, total, cuando quisimos rectificar ya estábamos camino de Cabrera, ahí fue cuando intentamos pedir ayuda, muy dignamente, a través de la radio.


Román asintió con solemnidad.


—Activamos botones. Muchos. Incluso encendimos el microondas por error. Pero no dábamos con la maldita radiobaliza. ¿Quién diseña esos cacharros?


—Y entonces... —interrumpió la jueza con la precisión de un bisturí quirúrgico— ¿decidieron tirarla al mar?


—¡Siguiendo instrucciones! 

Exclamó Román

—. ¡Nos lo dijeron desde Salvamento! yo incluso pregunté si tirarla al mar no sería un poco agresivo, simbólicamente hablando. ¡Pero insistieron! Así que nada... al agua.


—Y fueron rescatados —concluyó la jueza, haciendo anotaciones como si intentara contener la risa entre líneas.


—Más que rescatados... arrestados con cariño, señora jueza, los agentes fueron amables, se nota que vieron en nosotros dos almas desorientadas, no criminales. Yo incluso les di las gracias y a uno le ofrecí un poco del vino del barco, que aún nos quedaba. No aceptó, por supuesto muy profesional.


La jueza cerró su libreta y se quitó las gafas con ese gesto que dice “no sé si debo reír o dimitir”. Miró a los acusados y habló con voz seca.


—Bien. El tribunal deja constancia de que los acusados reconocen haber sustraído el velero, haberlo conducido sin licencia y haber provocado una intervención completa de Salvamento Marítimo. Pero dada su... particular versión de los hechos, se suspenderá la pena de prisión a cambio de 120 horas de trabajo comunitario en el puerto donde empezaron su “travesía poética”.


Paco aplaudió, literalmente.


—¡Gracias, señora jueza! ¡Lo haremos encantados! ¡Y sin robar nada más!


Román asintió, derrotado pero aliviado.


—¿Hay trabajo que no implique temas náuticos? Es que me marea…


A las 08:12 del martes siguiente, la jueza Clara Vidal tenía un mal café en la mano y una peor pesadilla en la cabeza.


Había dormido poco, lo poco que durmió, soñó con un titular que parecía redactado por Paco en persona:


“Dos indigentes despegan un Airbus desde Son Sant Joan creyendo que era un simulador de vuelo abierto al público.”


La pesadilla era tan vívida que la jueza, todavía con legañas, llamó directamente al jefe de seguridad del Aeropuerto de Palma.


—¿Hay algún protocolo que impida que un par de personas sin billete, sin licencia, sin... digamos, sin mesura, accedan a la cabina de un avión?


—¿Está hablando de un atentado?


—Peor 

Dijo ella con tono seco

—Estoy hablando de Paco y Román.


Hubo un silencio al otro lado de la línea. Luego un susurro casi reverente:


—¡Ah! Los del velero.


El caso ya se había hecho famoso. En foros aeronáuticos circulaban memes con la cara de Paco superpuesta sobre el comandante de un vuelo comercial, con subtítulos como:


“A las Azores, por intuición y por no saber apagar el piloto automático.”


La jueza solicitó una orden de alejamiento preventiva del espacio aéreo, naturalmente el abogado defensor se opuso.


—Mi defendido, Paco, no sabe distinguir un avión de un bingo portátil, señoría.


—Justamente por eso, no los quiero a menos de cien metros de un ala.


Y así se redactó el auto judicial más insólito del año. Su título técnico:


“Orden de Alejamiento cautelar de permanencia en infraestructuras aéreas de interés general, por probabilidad racional de despegue involuntario.”


Los periódicos se relamieron. El titular se vendía solo:


“Prohíben acercarse al aeropuerto a los dos náufragos que ‘rescataron’ de un velero robado, sin tener ni idea de navegación.”


Mientras tanto, Paco y Román recibían la noticia en un banco de la Terminal C. Paco, leyendo en voz alta:


—“...por riesgo potencial de replicar un evento de ocupación no autorizada de vehículo de transporte masivo.” ¡Qué forma más bonita de decir que nos tienen miedo!


—¿Y ahora dónde dormimos? —preguntó Román.


—Donde se duerme la libertad, Román: en la sombra de lo improbable.


Y se levantaron con solemnidad. Se fueron a buscar un sitio nuevo. El Puerto de Sóller les sonaba acogedor. Había yates millonarios, algún ferry,  tal vez el hydrofoil inter insular.


La aventura, como el whisky a bordo del “Pelegrin Tuk”, no se había acabado.


domingo, 20 de abril de 2025

—¿Se puede saber qué haces?¿Te pasa algo?   

—Quiero invitarte a algo.

—¿Invitarme? ¿Acorralarme en el baño y encerrarme aquí es una invitación? ¡Venga, apártate y déjame salir!

—Soy cliente de este local. No seas estúpida conmigo, solo quiero que te sientas bien.

—¿Pero tú eres gilipollas? ¡Haz el favor de apartarte de la puerta!


Olivia era camarera y la encargada de la barra en la terraza, su trabajo consistía en manejar el cambio, controlar el dinero de las cajas, organizar los espectáculos cuando había "gogós" y la difícil tarea de procurar que siempre hubiera un ambiente distendido, estaba acostumbrada a lidiar con clientes "difíciles", pero aquella noche todo se salió de control.


Álvaro, es el jefe de seguridad, su “guardaespaldas preferido”, al entrar por las noches, ella siempre le ofrecía una sonrisa cómplice, que el correspondía con una mueca de asentimiento, su sola presencia le daba seguridad, cerca de dos metros de músculos bien proporcionados, cabeza afeitada y unas facciones muy duras, pero lo que mas le gustaba es que bajo su tosca mirada flotaba una promesa silenciosa: 

“No te preocupes, estoy aquí”.

Aquella noche, aprovechó un momento en el que Álvaro atendía una llamada para ir al baño, mientras se lavaba las manos, un cliente habitual, un hombre tan grande como desagradable, irrumpió en el baño de mujeres, Olivia lo conocía de vista, noche tras noche, él insistía en que algún día sería suya.

Antes de que pudiera reaccionar, la levantó como si no pesara nada y la empujó dentro de uno de los cubículos.

—¡Escúchame bien! Estate calladita si no quieres que me enfade contigo.

Bramó, Olivia le sostuvo la mirada con desprecio.

—Me importa un bledo que te enfades, déjame salir ahora mismo, de esta forma no tenemos nada de qué hablar, si quieres fuera en la sala hablamos lo que quieras.

—¡Que te calles de una puta vez!

Se interpuso entre ella y la puerta, el miedo empezó a invadirla pero no podía dejar que la paralizara. Analizó rápidamente sus opciones, el volumen de la música, apagaría sus gritos de auxilio: 

Forcejear sería inútil contra un tipo de su tamaño, necesitaba ganar tiempo como fuese, mantener la calma y esperar una oportunidad.

Él sacó una pequeña bolsa de cocaína de su bolsillo, la abrió con parsimonia y comenzó a preparar dos líneas sobre la tapa del inodoro. Sonrió maliciosamente y pasó su tarjeta de crédito por los labios de Olivia, ella apartó la cara demasiado tarde, sintió el amargor del polvo impregnando su boca.

—Me gusta mucho tu lengua pequeña… 

Le susurró al oído, con un aliento que apestaba a alcohol, enrolló un billete de cincuenta euros y se lo tendió.

—Toma, esnifa. Es muy buena.

—Ya sabes que no me drogo. No quiero.

—Alguna vez tendrás que probarlo. ¡No seas niña!.

—¡Por favor, no quiero meterme esa mierda! 

Se le quebró la voz, con lágrimas en los ojos.

—¡Ya me has cansado! 

Rugió él con su paciencia agotada

—Estoy harto de ser bueno contigo. ¿Crees que alguien te va a tratar mejor que yo? Cuando quiero a una mujer, la consigo y punto, de modo que ponte el billete en la nariz y esnifa.

Olivia tragó saliva, su cuerpo temblaba de rabia y miedo entonces recordó el busca colgado de su minifalda, el que la mantenía en contacto con Álvaro. Tenía tres botones: uno para llamarlo, otro para hablarle y el tercero… el botón silencioso del pánico solo para emergencias.

Inspiró hondo y levantó la mirada, debía ganar tiempo como fuera. Con un esfuerzo sobrehumano, forzó una sonrisa le temblaba todo el cuerpo.

—Lo siento mucho. 

Susurró.

—He sido una desagradecida.

Le acarició la cara con fingida ternura y lo besó, se obligó a ignorar la repulsión que sentía, a dejar que su lengua recorriera sus labios con suavidad, su agresor rio satisfecho, tan entretenido que no notó cómo Olivia apretaba el botón de emergencia.

Luego, cogió el billete con fingida disposición, se arrodilló frente a la tapa del retrete y aspiró la línea de cocaína, sintió un ardor desgarrador en la garganta, una arcada le subió desde el estómago. Al levantar la vista, vio que él se había bajado los pantalones. Su miembro erecto delante de su cara la hizo entrar en pánico, un mareo la envolvió.

—Tranquilo… 

Susurró con un hilo de voz.

—Métete tu raya. Tenemos toda la noche…

Él sonrió, convencido de su sumisión. Se inclinó sobre la taza, y en ese instante, una voz grave retumbó en los lavabos.

—¿Olivia?

El corazón de ella explotó en el pecho.

—¡Estoy aquí!

—¡Cállate, puta del demonio!

El agresor la abofeteó con furia, otro golpe la derribó. Sintió su mejilla arder y un fuerte pitido en los oídos. Un estruendo sacudió el baño. La puerta reventó y cayó sobre su atacante.

La luz del pasillo la cegó un instante, luego la silueta de Álvaro llenó el umbral, nunca lo había visto así, su mandíbula apretada, los puños cerrados, la rabia vibrando en cada músculo.

Él se abalanzó sobre el agresor y le propinó una patada en el estómago, el hombre gimió y se dobló sobre sí mismo, incapaz de moverse, en aquel instante Olivia sintió que las fuerzas la abandonaban pero antes de caer, unos brazos la sostuvieron en volandas.

—Mi pequeña… Ya ha pasado todo. No quiero verte llorar más.

La abrazó con fuerza, como si así pudiera borrar lo que había sucedido. Sus ojos oscuros brillaban con algo que parecía… una lágrima.

La dejó con suavidad en un cubículo cercano y cerró la puerta.

—Quédate aquí. No te muevas.

Sacó su interfono y habló con un tono que ninguno de sus compañeros le había escuchado usar antes.

—¡Venid al baño de la terraza. Ahora!

Su voz era un trueno contenido, luego, se volvió hacia el agresor, que seguía tendido en el suelo, su pecho oscilaba para respirar con dificultad.

Álvaro se acercó y lo tomó del cuello de la camisa, levantándolo como si no pesara nada. Su voz, más grave y potente que nunca, retumbó en las paredes del baño.

—¿La has drogado?

El hombre no alcanzó a responder antes de recibir un puñetazo seco en el rostro.

—¡Dímelo, hijo de puta! ¿La has drogado?

Cada palabra venía acompañada de un golpe, cada golpe, de un gruñido ahogado.

—Ahora vas a saber lo que es estar drogado 

Susurró Álvaro con una frialdad aterradora, mientras sus compañeros llegaban.

Olivia cerró los ojos, solo quería olvidar, quería que todo terminara.

Pero algo le decía que Álvaro no iba a permitir que el agresor lo olvidara jamás.






sábado, 12 de abril de 2025

La miro otra vez, en un silencio tan pesado que casi se puede masticar,  no responde, pero me doy cuenta de inmediato de que no puede haberme oído, porque al parecer ni siquiera he pronunciado palabra alguna, claro, como si mi voz, esa que es tan dada a perderse en los vacíos de la nada, pudiera aún viajar a través de la distancia. 


Un pequeño desliz de memoria: 
Hace unos meses, estuvimos juntos, sí, saboreando tu piel, susurrándote cosas al oído, esas tonterías que se sueltan cuando el deseo se encuentra con la nostalgia. 

¿Tan rápido pasa el tiempo? 

O tal vez me estoy empeñando en confundir la realidad con mis propios delirios, ahora estamos en un bar repleto de gente, lo que está sucediendo aquí me parece una escena sacada de otra vida, no tengo ni la más mínima idea de cómo hemos llegado hasta este punto, solo que ella está frente a mí, pero eso ya no importa, de hecho, ni siquiera me importa demasiado cómo llegué a tener tantas ganas de mirarla pero no puedo dejar de hacerlo, si soy sincero, creo que podría pasarme la vida entera haciéndolo, al menos hasta que me diera cuenta de que ya se me ha pasado la hora y que, en lugar de mirarla, debería haberme ido, las acciones tienen su determinado momento, el exceso de mirada nos lleva a situaciones inquietantes.

Finalmente, me acerco abro la boca, tras una eternidad de vacíos, y le digo: 

-Quizás debería olvidarme de ti y buscar una chica que quisiera oír esas palabras que aún no te he dicho, pero ninguna otra tiene tu sonrisa, tu voz, o esa mirada cristalina. 

-Ni mis tetas ni mi culo. 

Dice categórica, con una sonrisa tan pícara que, de no haberlo presenciado yo mismo, diría que todo era parte de un guion ya escrito, el momento se deshace ante mí como si fuera papel mojado, agradezco la poca luz del local, me arde la cara porque enrojezco como el carmín y la vida, esa que se escurre como arena entre los dedos, parece burlarse de mí en ese instante, pero en el espejo frente a nosotros veo, con cierto alivio, que no he movido la boca, es decir no he dicho nada aún, una victoria por lo mínimo, como cuando te despiertas en esas pesadillas que lo tienes todo perdido, puedo volver a intentarlo, y lo haré un día de estos,  porque la vida, al final, es solo una sucesión de momentos que se desvanecen antes de que puedas hacer algo con ellos, soy un experto en esas desapariciones. 

Tomo un sorbo de cerveza, mientras la escena sigue su curso, por supuesto, ajena a lo que realmente ocurre en mi cabeza, pero mis mejillas siguen de un carmesí tan brillante como una señal de prohibido el paso, olvidada.




miércoles, 2 de abril de 2025


Quizás el último trago le había dado el valor para aquella loca proposición, mientras la botella yace horizontal en la playa vaciando su contenido, la noche huele a sal y tristeza cuando ella regresó sola al hotel, caminando por la playa. 

La escena se repetía en su cabeza una y otra vez como una toma mal rodada,  él, con la botella en la mano, el cigarrillo en otra, con su voz temblorosa de emoción, o de whisky, pidiéndole que viviera con él.

—Cásate conmigo. No lo pienses mas, ahora y aquí.

Ella, demasiado asustada, demasiado consciente de sus defectos y de los de él, aterrorizada por el futuro le dijo que no.

No quería unirse a alguien, por muy brillante que fuera pero una maquina de fumar y acostumbrado a cerrar los bares.

Pero ¿y si...?

Una vez en la habitación, se sentó ante su antigua máquina de escribir, pero no para terminar el guion de la película que ambos dirigían, aunque ella solo era la encargada de escribir las 'monsergas' (diálogos cortos entre mujeres), no, esta noche, escribiría otra cosa, un final feliz para su película, su futura historia.

El guión de mi vida.

Las palabras fluyeron como nunca. En su nueva versión, la luna seguía llena, las olas seguían susurrando. Pero esta vez, cuando él le pedía matrimonio, ella no respondía con dudas ni reproches.

—Sí 

Susurraba en el papel.

Su historia transcurría en aquella misma playa, después de varios párrafos, en las que él prometía dejar de frecuentar los bares y alusiones al amor que sentía en sus entrañas, concluía tras varias páginas: 

"Él sonreía, tiraba lejos la botella, se oyó lejano el ruido agudo de los cristales al estrellarse contra las rocas, envuelto en el sonido de las olas, la tomaba en brazos, se besaban apasionadamente y se casaban bajo la luz plateada, con el mar como único testigo."

Cuando terminó de escribir, se quedó mirando la última línea, su propio desenlace. Sintió que el miedo se desvanecía, como si al darle palabras a su deseo, se volviera real.

Tomó las hojas y salió de su habitación, caminó por el pasillo en silencio, llegó hasta la puerta de él y entró.

Allí estaba su máquina de escribir, en el centro del viejo escritorio de madera, con páginas dispersas de su anterior trabajo. Con cuidado, colocó su guion atrapado sobre el rodillo, alineado y listo para ser leído.

Sin dejar ninguna nota, sin explicaciones, regresó a su habitación.

A la mañana siguiente, él despertó con la resaca habitual y el peso del rechazo de la noche anterior aún colgado en el pecho. Se sirvió un café y se sentó frente a su máquina de escribir.

Y entonces lo vio.

Una hoja mecanografiada con un título que no recordaba haber escrito: 

"El guion de mi vida".

Empezó a leer, al principio, aturdido, luego, con el pulso acelerado, cuando llegó a la última página, supo que tenía una segunda oportunidad.

Corrió por el pasillo y golpeó la puerta de ella, tal como venía especificado en el guion, cuando se abrió la puerta, él estaba ahí, con las hojas en la mano y los ojos llenos de algo nuevo.

—¿Esto es un guion o una propuesta?

Ella sonrió.

—Es el guion de la película de mi vida

Y esta vez, fue él quien dijo:

—Entonces, la rodaremos.




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