Don Cosme era un hombre de costumbres. Todos los martes y jueves, cargaba orgulloso sus siete hueveras de cartón, cuidadosamente alineadas en una torre inestable que desafiaba las leyes de la física y el sentido común. Cada una contenía 36 huevos, lo que hacía un total de 252 esferas de delicada fragilidad que él, por razones desconocidas, se negaba a transportar en más de un viaje. Quizá era una cuestión de virilidad, o tal vez un desafío personal al equilibrio universal.
El mercado quedaba a seis calles de su casa, Cosme un tipo previsor, ya había perfeccionado la ruta para evitar charcos, niños con balones y ancianas con andadores, aquella fatídica mañana, Cosme marchaba hacia su casa, erguido como un equilibrista amateur.
Sin embargo, aquel jueves, su atención quedó fatalmente desviada en el instante en que vio a la joven, inclinada sobre un murete de piedra, rebuscando en su bolso con la gracia distraída de quien ignora el impacto que causa, cabello en cascada, minifalda que apenas merecía el nombre, medias negras que parecían pintadas sobre sus piernas, y una postura que desafiaba a todo el mobiliario urbano, agachada sobre un muro de piedra, revisando algo en su tacón con una despreocupación que bordeaba lo erótico. Cosme detuvo su mente en seco, no porque le hiciera falta admirar más, sino porque su cerebro necesitaba tiempo para recalibrarse, no porque fuera un hombre que se detenía fácilmente, sino porque aquello no podía ignorarse, como un atardecer o una canción de Adele, no así sus piernas que ahora andaban a ciegas puesto que la vista estaba ocupada.
Sonrió, no una sonrisa cualquiera, sino esa que los hombres de mediana edad despliegan cuando creen que han encontrado en su mirada un resquicio de su juventud perdida, una sonrisa más grande que su prudencia, dio un paso hacia adelante, totalmente ajeno a la piel de plátano que yacía en el suelo, amarilla, traicionera y estratégicamente colocada como si el destino tuviera un pacto con los humoristas gráficos.
El pie derecho de Cosme aterrizó sobre el plátano con la precisión de un cirujano borracho. De inmediato, inercia, peso, falso apoyo y gravedad conspiraron para lanzarlo hacia atrás, como si estuviera ensayando una acrobacia de circo. La torre de hueveras voló por los aires, creando un espectáculo digno de un ballet ruso, cartón, huevos y clara suspendidos en cámara lenta.
El impacto fue glorioso. Los huevos estallaron como bombas biológicas en el pavimento, salpicando a todo lo que estuviera a menos de dos metros. Y, como si el universo no tuviera suficiente con la tragedia ovípara, una de las hueveras golpeó la espalda de la joven.
Ella se giró con una mezcla de sorpresa y horror. Tenía claras y yemas adheridas al cabello y a las medias, dándole un aspecto que podría describirse como "moda surrealista". Por un momento, solo el sonido de las gotas de huevo, chorreando rompían el silencio que llenó el aire.
El impacto no fue solo visual, ajena a todo se giró, sorprendida, para encontrarse con un hombre de mediana edad empapado en huevo, con la expresión de quien acaba de descubrir que su vida puede ir peor de lo que imaginaba.
Cosme desde su lecho de derrota, cubierto de huevo, cáscaras y dignidad rota, levantó la vista hacia ella. Sus labios temblaron, buscando palabras que no llegaban, aún en estado de shock, no podía decidir qué dolía más: su trasero, su ego o el precio de los huevos desperdiciados.
—¡Lo siento muchísimo! —logró articular al final.
La chica se miró las medias, ahora decoradas con claras y yemas que chorreaban lentamente, y luego a él. Su ceño fruncido inicial se deshizo en una carcajada cristalina que resonó por toda la calle. Era un sonido tan inesperado, tan puro, que Cosme olvidó momentáneamente el dolor en su trasero y la catástrofe económica de los huevos perdidos.
—¿Está bien? —preguntó ella, acercándose.
—Eso depende de si me matará ahora o me dará tiempo para disculparme otra vez. —Cosme intentó sonreír, aunque la clara en su cabello le daba un aire de recién salido de un laboratorio fallido.
Ella rio de nuevo con ganas, y esta vez él también. Algo en su risa derritió el bochorno, como si los huevos rotos no fueran una tragedia, sino un preludio de algo inesperadamente bueno.
—Soy Marta —dijo, tendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse.
—Cosme —respondió él, aceptando la ayuda. En ese contacto breve, algo chispeó, un extraño entendimiento entre dos extraños que ahora compartían un momento tan absurdo que solo podía ser memorable. Ella miró las hueveras destrozadas, los charcos amarillos y las claras pegajosas en su cabello.
—Pues mira, no se puede decir que tu entrada no haya sido… impactante.
—Lo mío son los efectos especiales. —Cosme, recuperado del susto, le dedicó una mirada cómplice.
Marta sonrió y, sin saber exactamente por qué, se ofreció a acompañarlo a casa. Él aceptó, claro, porque una mujer que no solo se ríe de tus desastres, sino que los comparte contigo, bien merece una caminata entre huevos rotos.
Y así, entre risas, restos de cartón y una clara complicidad naciente, Don Cosme descubrió que, a veces, la vida no solo es una suma de pequeños equilibrios, sino de grandes sorpresas.