El fotógrafo se llamaba Ramiro, aunque en los foros de internet firmaba como “Rami Art Photography”. Su carrera artística era, siendo amables, una sucesión de fracasos entrañables:
Fotos de gatos movidos, puestas de sol quemadas de tanto saturar el color, y algún intento de retrato en bodas de pueblo que terminaba siempre con novias medio cortadas por la frente o por los pies. Su última “exposición” había sido en el bar de su primo, junto a la máquina tragaperras, con carteles hechos en la impresora de la biblioteca.
Ramiro, que no era tonto del todo, estaba convencido de que la próxima serie sería la definitiva, su obsesión era conseguir algo que pareciera arriesgado, transgresor… aunque no tuviera ni idea de cómo hacerlo.
Llevaba meses obsesionado con una idea: quizás necesitaba una musa. No una novia, no una amiga, sino alguien con un rostro fotogénico al que convencer de que él era un visionario incomprendido. Tenía claro que una buena foto no dependía del encuadre ni de la luz, cosas que nunca había dominado y era consciente de ello, necesitaba tener delante a alguien lo bastante atractivo como para maquillar sus carencias.
Y ahí entró Lupe.
Lupe era una mujer que soñaba con escapar del anonimato gris de su trabajo en una inmobiliaria de segunda fila. Pasaba las tardes frente al espejo ensayando poses de revista y se había convencido de que tenía un “aire internacional”. Solo necesitaba alguien que le diera el empujón definitivo, dentro había una mujer convencida de que llevaba dentro a una estrella todavía no descubierta. No tenía agencia, ni representante, ni portfolio profesional, pero en su mente aquello estaba claro: “Solo necesito una foto buena", una sola y ya me llamarán de revistas, marcas, Reality Shows y por qué no, protagonista de alguna serie en el mismo Netflix.”
Por fin se juntó el hambre con las ganas de comer.
Ramiro vio en ella la oportunidad perfecta. Y Lupe, ingenua y ansiosa de brillar, se dejó envolver por sus palabras.
—Mira, Lupe, el mundo de la fotografía está saturado. Las modelos de catálogo están todas iguales: bikinis, playas, sonrisas falsas… Eso está muerto. Lo que vende ahora es lo auténtico, lo visceral, lo que huele a sufrimiento y a verdad
Decía él, con tono de gurú.
—¿Y qué propones?
Preguntó ella, entre interesada y desconfiada.
—Nieve. Frío. Desnudez. Una mujer contra los elementos. Tú. Eso sí que es una imagen de portada.
Lupe dudó pero Ramiro siguió hilando su tela de araña con artimañas baratas:
—¿Sabes cuántas artistas empezaron así? Las grandes fotos de la historia son siempre de alguien que se atrevió a más. Además, yo tengo contactos…
Mentía, claro. Sus “contactos” eran tres seguidores de Instagram, cinco en Facebook, dos de ellos de sus familiares y algún like en una web de fotos.
Le prometió que aquello podría acabar en una revista de tendencias, quizá incluso en un concurso internacional.
—Imagínatelo, Lupe: tu foto expuesta en París. Tu rostro congelado pero inmortal. Y todos sabrán tu nombre.
Con el discurso aprendido de charlas de YouTube y frases copiadas de entrevistas a fotógrafos famosos, empezó a engatusarla, aunque no hay nada mas facil que halagar al que tiene carencias de afectos.
—Lupe, lo tuyo no es la belleza típica… lo tuyo es magnetismo. Tú no eres de catálogo, eres de portada. Si alguien puede dar el salto eres tú, pero necesitas una mirada distinta. Y esa mirada… es la mía.
Ella, profundamente adulada, preguntó con un brillo ingenuo:
—¿Y qué haríamos?
Ramiro, teatral, desplegó su plan como si fuera una revelación artística:
—Imagina esto, nieve, vacío, naturaleza hostil. Tú en el centro, frágil pero poderosa. La belleza contra el frío. La carne humana contra lo eterno.
Lupe tragó saliva. Se le erizaba la piel solo de pensarlo.
—¿Y no… no es demasiado arriesgado?
Ramiro inclinó la cabeza, bajando la voz con tono de conspiración:
—Lupe… ¿quieres ser recordada o quieres ser una más?
Con esa pregunta, la atrapó. Ella ya no veía nieve ni hipotermia, solo flashes, entrevistas, una agencia llamándola, un contrato, la portada de Vogue. Y aunque por dentro temía pasar horas congelada, se convenció de que aquel sacrificio sería la prueba de fuego para entrar en el mundo del estrellato.
Le prometió que aquello podría acabar en una revista de tendencias, quizá incluso en un concurso internacional.
—Imagínatelo, Lupe: tu foto expuesta en París. Tu rostro congelado pero inmortal. Y todos sabrán tu nombre.
Ella, fascinada por el relato y cegada por la posibilidad de salir del anonimato, aceptó. Eso sí, con condiciones.
—Pero no pienso posar sin calzado, Ramiro. No quiero que mis dedos acaben amputados por tu arte.
Ramiro, en el fondo, lo sabía: no tenía ni idea de cómo conseguir que una foto así llegara más lejos que su cuenta de Facebook. Pero lo importante era que ya tenía lo que buscaba: una modelo atractiva a la que engatusar.
Así fue como terminaron en medio del campo nevado: él cargando una cámara prestada de segunda mano y un termo con cacao, y ella convencida de estar protagonizando el comienzo de su leyenda.
El inicio fue artístico, muy conceptual, “la fuerza del cuerpo humano contra la naturaleza”. Pero la realidad tenía que hacer sus matices.
Primero, la modelo apareció envuelta en un abrigo gigante de plumas, gorro de lana, bufanda y unos guantes de esquí que parecían manoplas de oso. El fotógrafo, excitadísimo con la sesión, le dijo:
—Vale, ahora… ¡quítatelo todo!
Y ella:
—¿Aquí? ¿En serio? ¡Si no siento las piernas!
Al final, entre risas y protestas, la modelo se quitó el abrigo y quedó como en la foto: con apenas una gasa y unas botas que no eran para nieve. El fotógrafo, muy profesional, intentaba dar indicaciones como si no pasara nada:
—¡Perfecto! ¡Más sensual! ¡Mira al horizonte!
Mientras tanto, la pobre modelo pensaba: “¿Horizonte? ¡Si solo veo un iceberg en mi nariz!”
Pero sucedieron algunas cosas ...
Un señor del pueblo que paseaba a su perro se detuvo y, sin decir palabra, miró la escena como quien ve a alguien freír churros en mitad de la carretera, en cambio el chucho se quedó fascinado con la bufanda tirada en la nieve y se la llevó dando cabriolas.
El vecino, con su perro y su imaginación calenturienta, al ver a la modelo semidesnuda entre los copos blancos y al fotógrafo hundido en la nieve, sacando fotos, pensó:
“Esto no es nieve normal… ¡esto debe ser heroína! Han montado un laboratorio clandestino en mi camino rural.”
Ni corto ni perezoso, llamó a la Guardia Civil para denunciar “un alijo sospechoso con rituales raros”. La mezcla de palabras fue suficiente para que la central se activara como si estuvieran cayendo narcos en helicóptero.
El fotógrafo había resbalado hacia atrás mientras buscaba el “ángulo perfecto” y cayó de culo en la nieve, ahí se quedó por orgullo, no soltó la cámara. Eso sí, gritó:
—¡La tengo! ¡La tengo!”
Parecía una foca varada pero por fin tuvo su primera ansiada foto de la sesión.
Instantanea desde el suelo |
Cronologicamente los hechos siguieron así:
Primero llegó una patrulla, pero al escuchar “droga” pidieron refuerzos. En menos de veinte minutos había un despliegue absurdo: tres coches, un furgón y hasta un perro antidroga que, en cuanto olió la escena, se fue directo a oler las botas mojadas de la modelo, convencido de haber encontrado “el cargamento”.
El fotógrafo aún con el culo hundido en la nieve, pálido, levantó las manos mientras uno de los agentes gritaba:
—¡Quietos ahí! ¿Qué transportan? ¿Dónde está la mercancía?
La modelo, con el abrigo mal puesto, respondió con sarcasmo helado:
—La mercancía soy yo, señor agente, pero se va a derretir en cinco minutos.
Los guardias empezaron a patear la nieve y clavar bastones, convencidos de que encontrarían bolsas ocultas. Mientras tanto, el fotógrafo intentaba explicarse:
—¡Esto es arte, juro que es solo arte! ¡Blanco sobre blanco, la fragilidad del cuerpo frente a lo efímero!
Uno de los agentes lo miró serio y dijo:
—¿Arte? Mire, si yo tuviera que inventar una coartada, usaría la misma palabra.
El clímax llegó cuando abrieron la mochila del fotógrafo y encontraron varias bolsitas con polvos… ¡de cacao instantáneo! Para preparar bebidas calientes durante las pausas.
El silencio fue monumental. Lupe ya desatada se carcajeó y dijo:
—Menos mal, porque si fuera heroína de verdad, yo ya me la habría esnifado para entrar en calor.
Al final, después de un buen rato de papeleo absurdo, los agentes se marcharon, medio avergonzados pero con la excusa de que “tenían que asegurarse”. El fotógrafo, aún temblando, murmuró:
—Esto va a quedar mejor que cualquier exposición.
Y la modelo, mirando la nieve pisoteada, contestó:
—Sí, pero mejor ponle un título realista: ‘Tráfico de nieve en un paisaje nevado’.
Pero gracias a esta escena caótica, sobre todo a la grabación del vecino del perro y Youtube el vídeo se hizo viral, eso si nadie sabe quien era esa Lupe tapada con una gasa ni el fotógrafo aleteando las piernas ridiculadamente y haciendo fotos atrapado en la nieve blanda, quizás no era el tipo de fama deseada.
Con toda naturalidad, tomó una de las patatas crujientes que sobresalían del colorido envase de cartón, abierto como una invitación. La miré de reojo, sopesando mi reacción, era una de esas tardes en que el cielo parece haberse puesto nostálgico, con nubes grises que lloran despacio, como si se arrepintieran de algo.
Ella notó mi mirada fija e inquisidora, como quien ha cometido una pequeña travesura y espera el castigo con una sonrisa ya preparada. En efecto, me la regaló, una de esas sonrisas que derriten el hielo, que hacen que uno olvide por qué estaba enfadado en primer lugar.
— ¿Demasiado invasiva tal vez?
Preguntó, llevándose la patata a los labios con una lentitud milimétrica
— Es que las tuyas... están más calientes.
Había algo en su voz, una vibración baja y dulce, como cuando el teléfono suena en medio de la noche y sabes que no es una llamada cualquiera, alargó otra vez sus dedos, largos, teatrales y tomó otra de mis patatas. Las suyas seguían intactas en su bandeja.
— Tienen más sal... ¿lo notas?
Dijo, mientras me miraba fijamente, como si mordisquear una patata fuera un acto deliberadamente sensual.
— Además, me gusta lo que es tuyo, siempre sabe distinto.
Empecé a articular mentalmente un discurso, versaría sobre la higiene, las bacterias, la propiedad privada y los principios. En vez de hablar, le ofrecí otra, quería recuperar la iniciativa aunque fuera en contra de mi dignidad, ahora yo atacaría y ella se defendería, así al menos figuraba en mi cabeza, una realidad distorsionada.
— De acuerdo, pero será una patatita por sonrisa.
Le dije, en plan condescendiente.
— ¿Y si te doy dos sonrisas? ¿Qué me das tú?
En nuestro alrededor, la rutina seguía con su coreografía absurda, ajenos a todo, niños chillando, refrescos derramados, adultos distraídos buscando enchufes o servilletas. Nosotros, en cambio, parecíamos en otro plano, jugando un ajedrez de gestos, insinuaciones y papas fritas.
Ella tomó un sobre de mayonesa con delicadeza ceremonial, lo abrió rasgándolo con la boca, luego con un tirón breve, casi sensual, lo apretó con precisión, brotando una cantidad generosa sobre una patata. Luego la alzó en dirección a mi boca.
— Ábrela
Ordenó con un susurro.
— Confía en mí, no está tan caliente.
Lo hice, ahí me di cuenta que había cruzado una línea invisible, sonrió satisfecha, como quien coloca la última pieza del dominó.
Luego, con gesto juguetón, como sin querer, dejó que un hilo de mayonesa escapara de sus dedos y cayera, lenta, espesa, certera... directo a la entrepierna de mi pantalón. La mancha era blanca, tibia, difícil de explicar. Ella se tapó la boca fingiendo sorpresa, pero sus ojos brillaban con malicia.
— Huy, perdón...
Dijo.
— Te he manchado justo donde no debería, Aunque... bien pensado tampoco es tan grave, ¿no? A veces las cosas acaban donde quieren, no donde deben.
Me quedé paralizado, sin saber si reírme, correr al baño o pedir socorro. Entonces se inclinó y me susurró al oído:
— Te llevo la hamburguesa a la mesa.
Me guiñó un ojo antes de alejarse, dejando un rastro de perfume y descontrol tras de sí.
Y fue entonces cuando alguien gritó.
Una madre había visto la escena desde la distancia, justo el momento más desafortunado. Los guardias de seguridad no tardaron en acercarse. Preguntas, miradas, la maldita mancha blanca justo en medio del pantalón.
— No es lo que parece.
Intenté decir.
— Es... es, solo es mayonesa.
Pero cuando uno tiene la bragueta a medio cerrar y una mancha estratégica en un restaurante lleno de familias con niños gritones, la palabra "mayonesa" no tiene ningún poder absolutorio.
Lo demás es historia. En la comisaría nadie creyó demasiado mi versión, y aunque al final me soltaron, trás los respectivos análisis de alcohol, drogas en mi persona y sustancias extrañas sobre el pantalón, aún recuerdo la última frase del agente mientras cerraba el informe.
—La próxima vez... mejor kétchup, al menos no da lugar a confusión.
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Quiero compartir aquí que tengo un vicio extraño, no es ilegal, ni especialmente peligroso (aunque todo depende de a quién sigas, claro). Cuando el aburrimiento me asalta, que es más a menudo de lo que sería socialmente aceptable admitir, me meto en el metro o en un autobús cualquiera, hago de detective amateur y juego a adivinar vidas ajenas.
Me siento delante de alguien, observo disimuladamente, su aspecto personal, su forma de ir vestido de comprortarse.
Ese lleva una carpeta azul… funcionario.
Aquella con gafas de pasta… ilustradora frustrada.
El del gran bigote… atracador de bancos o estafador.
Luego entro en su aspecto personal y el gusto vistiendo, cuerpo de gimnasio, maquillada, recién afeitado, esta tiene movimientos gráciles de bailarina, este es fan de futbol, con pinta de no levantarse del sillón, forma de ir vestido que también me da pistas acerca de la edad y su estado civil, soltero, casado, recién divorciado, etc.
Pueden usarse las palabras entresacadas de las llamadas del movil, las veces que consultan el relój durante el trayecto, su forma compulsiva o tranquila de permanecer en el trayecto.
Me divierte, cuando la historia es buena, la prolongo un poco más, total mucho mejor que Netflix, ya que me meto directamente en la serie, por lo tanto me bajo en su parada y sigo sus pasos discretamente, para confirmar mis pesquisas e ir añadiendo datos que corroboren mis conjeturas, siendo consciente que nunca podré llegar al final de la historia.
Entonces apareció ella.
Primavera en Barcelona, ese momento en que no sabes si salir en manga corta o con bufanda porque en cualquier caso vas a acertar y a equivocarte al mismo tiempo, domingo por la mañana, iba en la línea roja de metro, dirección 'Bellvitge'. Subió en la parada 'Plaza Catalunya', pelo castaño alborotado de forma natural (que es la forma más artificial que existe), libro bajo el brazo, “Ensayo sobre la ceguera”, de Saramago, ahí ya me ganó y auriculares amarillos.
Mi mente de detective de medio pelo se activó, periodista cultural con novio músico, pensé y la seguí discretamente.
Bajó en la parada 'Plaza España', repliqué su decisión, abandonó la plaza y subió por las amplias escalinatas que nos llevan al Palacio de Montjuic, era un día luminoso, apetecía pasear, subió los múltiples escalones a buen ritmo, estaba en forma, con paso firme por fin se paró en el Mirador de las Escaleras, desde el cuál se ve toda la ciudad apoyába los antebrazos en la balaustrada de piedra y miraba a un punto indeterminado del horizonte, pasaron cerca de diez minutos, obviamente no tenía prisa, luego prosiguió las escalinatas hasta el Estadio Olimpico, se metió a través de uno de las múltiples zonas ajardinadas y empezó a pistear entre los árboles frondosos del parque y los setos perfectamente cuidados, en zig zag, hasta salir por los muros de la parte trasera del 'Pueblo Español', que rodeó hasta la entrada, pagó y entró, paseó esta vez sin prisas por medio de las callejas llenas de talleres y pequeños museos, interesándose por las exposiciones, haciendo fotos y siguiendo con los dedos las curvas de las piezas expuestas, en aquel momento pensé en lo dificil que es seguir discretamente a alguien sin estar burdamente expuesto, admiré la labor de los detectives profesionales mientras intentaba no coincidir con ella en un recorrido circular en el que todas las pequeñas calles confluyen, después de unas cuantas vueltas salió del recinto, recorrió otras estrechas callejas entre los parques y se plantó delante de una estrecha cancela de hierro forjado y muro de piedra tapado por enredaderas, la franqueó y después de una interminable pasarela de pizarra negra entre la hierba, apareció trás una arcada una puerta acristalada con marcos pintados de verde, un bar pequeño, de esos tan difíciles de encontrar con mesas de mármol, camareros con camisa blanca y corbata fina.
Escrito con tiza en una pizarra en la entrada:
“Especialidad, Vermut Paraíso”.
Desapareció dentro para salir luego a la terracita al sol con una copa, ocupó una de las seís mesas, al cabo de un rato, sacó un cuaderno del bolso y empezó a escribir.
Se me acumulaban los problemas, en la terraza no había mas clientes que ella y yo, de modo que discretamente, me senté a dos mesas de distancia, en plan agente secreto de saldo pero claro, torpe como soy, sonó mi móvil (¡maldito politono!), me miró de reojo, sonrió, y volvió a lo suyo. A los cinco minutos, dejó su cuaderno, se levantó, se acercó a mi mesa y dijo:
—¿Quieres dejar de seguirme ya o prefieres que pidamos otro vermut y hagamos esto menos incómodo?
Yo quise que me tragara la tierra, pero resulta que Barcelona está fatalmente mal urbanizada para esos casos, así que sonreí como si fuera mi plan desde el principio.
—Bueno… visto así, tampoco me vendría mal un vermut.
Se sentó, pidió otro para mí, y empezó a interrogarme como si fuera ella quien jugara a descifrar vidas ajenas.
—A ver veamos… ¿periodista frustrado? ¿Escritor sin editorial? ¿O te dedicas a entrenar palomas para competiciones ilegales?
Le confesé mi afición absurda y nos reímos bastante, se llamaba Clara, era matemática, de esas que desmontan tu existencia con un par de fórmulas y una sonrisa torcida, amante del vermut y de espiar a los que espían.
Pasamos la tarde allí, al sol, entre tragos, anécdotas absurdas y teorías conspiranoicas sobre por qué el camarero llevaba bigote solo en un lado.
Y fue entonces, ya con la segunda ronda, cuando no pude evitar preguntarle qué escribía en aquel cuaderno.
—Una novela.
Me dijo, sonriendo arqueando una ceja en plan misterioso.
—Sobre un tipo que tiene la extraña costumbre de subirse al metro, seguir a desconocidos, inventarse su vida… y que acaba persiguiendo a una pobre chica que, por cierto, ya sabe que es perseguida, pero como es un poco retorcida, se inventa sus propios motivos para justificar que la sigan.
Ahí me quedé callado, vermut en mano, viendo cómo se reía y rascaba con el bolígrafo sobre el papel.
Y por un momento, muy breve, pensé que tal vez, solo tal vez, ella también estaba siguiendo a alguien o escribiendo sobre mí o escribiendo sobre alguien que escribía sobre alguien que seguía a alguien.
Bar Paraíso |
Vermut Paraíso. Recursivo, como la vida misma.