8:05 am. Un autobús lleno de desgraciados casuales, recorre la avenida principal, ajenos a lo que en breve va a pasar.
Violet iba en su asiento, ataviada con el uniforme de Viajes Colón perfectamente planchado, mientras una idea simple le rondaba la cabeza, hoy le apetecía chupar una polla, era una revelación súbita, mística casi, al cepillarse los dientes tras el desayuno con su vecina que le contaba las maravillas de una excursión a Benidorm para la tercera edad, la mente de Violet solo podía pensar en felaciones y en que debía vender como mínimo dos viajes a Peñíscola este mes para cobrar comisión y pagar el alquiler.
Enfrente, un chico con cara de haber repetido curso tres veces, la miraba sin atreverse a mirarla, esquivando el cruce de miradas, era Daniel, trabajaba de mensajero y justo estaba transportando unos papeles para Viajes Colón, era cliente suyo sin saberlo, tenía marihuana en la mochila, unas cuantas multas sin pagar y una erección monumental, su mente estaba ocupada en un polvo antológico con Paloma en un parque que jamás olvidaría, ni el viejo que los pilló tampoco.
El conductor Sergio, pensaba en estrellar el autobús contra el ayuntamiento, no era casualidad, Sergio debía unas cuotas de un viaje a Túnez que nunca llegó a hacer por una huelga, con la agencia 'Viajes Colón'. Su odisea financiera lo tenía al borde del terrorismo vehicular.
Una señora bien peinada miraba al chico con ansia depredadora, era Carmen, agente de seguros, le había vendido un seguro de vida a un tal Román, que estaba sentado justo al fondo, deprimido, oliendo a soledad y a colonia barata. Carmen había sido clienta de Viajes Colón también, y odiaba esa agencia porque perdió unas vacaciones en Ibiza por culpa de la incompetencia de una tal Violet, pero ahora estaba ocupada mirando el paquete creciente del chaval empalmado, instintivamente se desabrochó 2 botones de su blusa, para que se le viera el sostén.
Román, el viejo, pensaba en colgarse, había sido prestamista, entre sus antiguos clientes estaba Tomás, el tipo de 33 años que mascullaba su odio hacia su padre moribundo y los bancos. Tomás había intentado conseguir un crédito en la sucursal donde trabajaba Alberto, disfrazado hoy de vendedor ambulante. Alberto, ex director bancario, ahora evitaba acreedores bajo un sombrero ridículo.
Al fondo, Elena, madre frustrada, pensaba en cómo limpiarían ese autobús, estaba asqueroso, seguro que lo limpian con manguera pero aún quedan chicles de la ventana. Elena vendía cosméticos por catálogo. Su web la había diseñado Adrián, el friki que ahora imaginaba pollas que inflaban estómagos y elefantes vampiro. Adrián había comprado un paquete vacacional online a Viajes Colón para un crucero nudista que no se realizó por no llegar a un número mínimo de plazas.
Sentada junto a Adrián, Marisa, ejecutiva de ventas, rumiaba su odio hacia Paco, al que justificaba su ascenso por tener polla y no poderse quedar embarazado. Marisa había conseguido gracias a Viajes Colón cerrar un acuerdo de incentivos para empleados que jamás le concedieron.
Todos, sin excepción, habían sido clientes, proveedores, víctimas o verdugos de los otros. Todos conectados por la red invisible de negocios cutres, deudas, favores, polvos no confesados y traiciones baratas. Nadie lo sabía.
Cuando Violet se levantó, se acercó dándole la espalda a Daniel, rozándole sutilmente con sus glúteos, ella notó su polla dura apretada contra la falda, lo notó, el se puso ostensiblemente nervioso, le encantó la situación, es todo tan previsible… En su mente solo había un pequeño problema logístico:
"¿Dónde se la chupo? ¿En el asiento? ¿En el suelo? ¿Sobre el volante del conductor?". Sonrió y, sin volverse, acercó la cabeza a la suya y murmuró:
—¿Oye, me estás apuntando con una pistola o te alegras de verme?
—¿Ehhhh?
Era obvio que Daniel no sabía de citas cinematográfica ni literarias por lo que ella decidió ir mas al grano.
—Me llamo Violet. Hoy tenía que ir a un examen… pero prefiero otra cosa. ¿Te apetece dejarme chupar tu polla un ratito?
Lo que pasó después fue hermoso y patético.
Como Daniel estaba inmovilizado, Violet interpretó el silencio como confirmación, de modo que con un movimiento seco le bajó la cremallera de la bragueta, tras ese sonido seco, y la súbita aparición del miembro, se oyó un ¡Ohhhh! de admiración que salía de entre los pasajeros, tras el cual Carmen se tapó la boca abochornada, el conductor asustado clavó los frenos con una brutalidad casi artística, el chirrido de las ruedas reventó contra el asfalto, levantando un humo blanco que olía a goma quemada y desesperación, los cuerpos salieron despedidos, desparramándose por el pasillo como muñecos borrachos, bolsos, mochilas, sobres de cosméticos y un sombrero ridículo volaron por el aire, en medio de la confusión, algunos se sacaron las pollas, otras las agarraron con los dedos, iniciando masturbaciones grupales, es el fin del mundo repetían algunos, al final todos miran, todos participan en cadena, el viejo Román, que ya no esperaba nada de la vida, sonreía feliz, comprendiendo todo, como si hubiera esperado ese momento durante 80 años. Los coches tras el autobús se apilaron en un atasco infinito, los conductores curiosos se acercaron, al ver la escena, furiosos o confusos, se unieron sin saber muy bien a qué pero entraron en el autobús, como un imán que les atrapaba.
La avenida entera se convirtió era un río de carne sudorosa y excitada, sirenas, contratos rotos, viajes a ninguna parte, pólizas caducadas, préstamos impagados, cosméticos derritiéndose, webs caídas, y cuerpos felices.
Un precioso lunes de orgía pública, quizás el mejor.
Porque, al final, todos queremos amor y orgasmos,
Paco y Román |
Estos dos personajes no nacieron indigentes ni marineros improvisados, todo tiene su pasado, incluso lo mas absurdo, Paco no siempre fue un náufrago alcohólico, sino —según él— algo mucho peor, un profesor de Educación Física en paro con veleidades náuticas.
Mucho antes de quedarse dormido sobre un timón ajeno, Paco había sido un hombre serio o al menos, eso decía él mismo con la convicción de quien ha contado tantas veces su historia que ha olvidado en qué momento empezó a mentir.
—Yo era profesor, ¿sabes? Educación Física, en un instituto de Sóller. El chándal me quedaba como un guante y el silbato lo usaba sólo para emergencias, nada de pitar por gusto, eso es de novatos
Le contó a Román una madrugada en la T1, mientras compartían un paquete de croissants caducados con la ternura de dos náufragos de la civilización.
Román no sabía si creerle, pero le gustaba escucharlo, Paco tenía ese don de los charlatanes de vocación, convertía cada desgracia en una epopeya y cada suspensión de empleo en una injusticia histórica. Aseguraba haber sido expulsado por “motivos ideológicos”, parece ser que los padres no estaban muy conformes con los signos evidentes de embriaguez del profesor que sus alumnos relataban detalladamente en sus respectivas casas.
—Pero lo mío era el mar. Siempre lo fue. La mar te habla, Román. La mar te dice cosas.
—¿Y qué te dijo a ti?
—Que me fuera, literalmente, me vomitó en la cara durante una regata amateur en 2003. Desde entonces no volví… hasta ahora.
Román, por su parte, no hablaba mucho de su pasado, sólo sabía que había trabajado en lo que él llamaba “la vida privada”, una expresión que abarcaba desde mozo de almacén hasta figurante en una serie de sobremesa. Su talento principal era desaparecer en lugares públicos y recordar letras de rancheras con precisión quirúrgica.
Su encuentro fue inevitable, como esos choques entre satélites que nadie calcula pero que acaban saliendo en las noticias. Coincidieron por primera vez en una sala de espera del Hospital Son Llàtzer, ambos por lesiones menores y con la misma expresión de quien no espera curarse, pero sí un café gratis. Desde entonces, inseparables. Paco tenía el verbo, Román la resignación, y entre los dos, una voluntad común: evitar cualquier cosa que implicara madrugar.
La idea de robar el velero no surgió de un plan. Surgió del aburrimiento y de una botella de vino semillena que rescataron de los restos de un botellón, con una etiqueta en ruso.
—Mira, Román. Si seguimos aquí vamos a enraizar en la moqueta del aeropuerto, he visto un velero ahí fuera, sin vigilancia. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
—¿Ahogarnos?
—Bah. Eso es secundario tengo nociones de navegación, es todo muy fácil, es cuestión de seguir unas pautas.
Román dudó. Siempre dudaba. Pero su vida era tan plana que hasta un delito le parecía una curva excitante.
—Vale. Pero si morimos, no me eches la culpa.
—¿Morir? Román, vamos a vivir. Aunque sea dos días y aunque sea de mentira.
Y así fue como empezaron su epopeya dos hombres sin destino, sin papeles, sin rumbo, pero con una absurda ilusión de que todo podía salir bien porque, simplemente, ya había salido mal demasiadas veces.
A lo largo de la historia de la navegación, los mares han sido escenario de gestas épicas, sueños de libertad y tragedias humanas. Esta, en cambio, es la historia de Paco y Román: dos expertos en pasar desapercibidos entre terminales de aeropuerto y máquinas de café averiadas, dos Ulises de chándal, sin Ítaca pero con ganas de evasión, que se lanzaron a la mar en un velero robado y sin plan de retorno. Porque, claro está, un plan implicaría pensar, y pensar cansa.
—Tú confía en mí, Román. Yo sé lo que me hago.
Dijo Paco, señalando un flamante velero de doce metros con una confianza que sólo dan el hambre y el exceso de litronas.
Román, que llevaba tres días comiendo barritas de cereales caducadas y viendo despegar aviones como quien mira fuegos artificiales desde una zanja, no necesitó mucho para dejarse arrastrar. “Peor que esto no será”, pensó, sin saber que el universo siempre acepta ese tipo de desafíos como una invitación formal al desastre.
El abordaje del velero "Pelegrin Tuk" (un nombre que ya olía a tragedia menor) fue un ejercicio de sigilo y torpeza que rozó lo poético. Y una vez a bordo, descubrieron con alegría que la despensa estaba llena no solo de comida de modo que la travesía comenzó como suelen empezar estas cosas: bebiéndose primero el ron del armador y luego cualquier líquido con etiqueta que no llevara la palabra “desinfectante”.
Paco, patrón autoproclamado, duró apenas unas horas antes de desplomarse sobre el timón como una estrella muerta sobre el horizonte. Román, ahora solo ante el timón y el abismo, descubrió que navegar no era exactamente como en las películas, y que ni siquiera sabía dónde estaba el norte. Ni cómo encender una radio. Ni qué era una radiobaliza. Ni por qué demonios lo había escuchado a él, otra vez.
Román llevaba veinte minutos observando el timón como quien observa un electrodoméstico extraterrestre, no giraba nada, no respondía a nada. Lo único que había conseguido era chocar tres veces contra su propia ignorancia y una contra el mástil, al ritmo de los cabeceos del barco. Paco, el otrora comandante supremo de la travesía, yacía con la boca abierta, presa de un desmayo provocado por un coma etílico, a costa del buen whisky de la despensa.
Román intentó hablarle.
—Paco… Paco, coño, despierta… que esto se mueve solo y no se que hacer, no soy el capitán Nemo.
Nada, ni un gruñido náutico, ni un leve parpadeo de autoridad, solo el cuerpo colapsado de un hombre que creía que la náutica se reducía a saber abrir una cerveza con el borde del ancla.
Y fue en ese momento, justo cuando creyó haber tocado fondo (moral, no náutico), cuando Román descubrió la radio.
Una caja gris con botones, luces apagadas y una etiqueta que decía ICOM. Román pensó que eso debía de significar algo, de cualquier modo, empezó a apretar botones como quien marca un número de lotería.
—Ejem... ¿Hola? ¿Central? ¿Puerto? Aquí estoy en el... barco... Peregrino Puk, no, Pelegrín Tuk, esto… estamos en apuros y no se como se vuelve. ¿Cambio?
Sorprendentemente, la radio escupió una voz de vuelta. Una voz con modulación de funcionario cansado y la paciencia justa.
-Aquí Salvamento Marítimo. Recibimos su señal. ¿Me copia?
Silencio.
-¿Cómo que le copio?¿Qué es eso de copiar?
-Confirme su posición actual.
-Sentado al lado de la neverita, con las piernas cruzadas.
-Deje la radio y dígale al capitán que se ponga, la radio es una cosa seria.
-No puede, se ha desmayado, está tumbado en el suelo y no vuelve en si.
-Entonces definitivamente ¿no sabe la posición marítima?
Román angustiado miró alrededor, buscando señales en el horizonte, o al menos un cartel que dijera “Usted está aquí”, una boya, un pez o algo.
-¿Posición? Pues… sobre el agua, bastante adentro en el mar, salimos hace unas horas de Can Pastilla, A lo mejor hacia el sur o hacia el norte, bueno, no sé muy bien. Hay agua por todas partes. ¿Sirve eso?
-¿Agua? ¿Está entrando agua en la embarcación?
-No lo sé.
-¿Hay alguien más en la embarcación con la que pueda hablar?
-No, solo estoy yo despierto.
-¿Tiene a bordo una radiobaliza?
Román echó un vistazo rápido y localizó algo naranja que parecía una linterna de pesadilla.
-Tengo una cosa con antena, sí. ¿Eso qué hace?
-Debe activarla para que podamos rastrear su señal.
-¿Activar? ¿Dónde está el botón de encender? Aquí hay como… cinco. Espera. He tocado uno y ha hecho clic. ¿Eso era?
-¿Se ha encendido alguna luz?
-No.
Suspiraron con cansancio al otro lado.
-Mire, lo más efectivo, es que la tire al mar. Se activará sola.
Román hizo una pausa. Su sentido de la lógica, corroído pero aún resistente, dudó.
-¿Tiro esto al agua y mágicamente saben dónde estoy?
-Exactamente.
-¿Y eso no explota?
-No. Solo transmite. ¡Tírela ya! y no toque nada más.
Román miró a Paco una última vez.
-Te lo juro, si esto sale bien, no te vuelvo a dejar elegir aventura, la próxima vez nos metemos en una biblioteca, que ahí nadie muere.
Después de media hora peleándose con la sujeción, pues Paco no había tenido tiempo de explicarle como se deshacen los nudos náuticos y con gesto solemne, lanzó la radiobaliza por la borda, como si arrojara una carta a Poseidón pidiendo perdón por el atrevimiento, automáticamente se encendió una luz parpadeante.
Tras lanzarla, Román sintió que había hecho algo importante. Algo heroico, incluso, se dejó caer sobre el banco de popa con aire de quien ha salvado a la humanidad y ahora espera su estatua en bronce con palomas cagándole encima.
Paco seguía inconsciente, o dormido. Es difícil saberlo a esas alturas. Su cuerpo emitía sonidos cada vez más sofisticados, una mezcla entre gruñido de oso menorquín y el traqueteo de un secador industrial.
-Te he salvado la vida, cabrón. Y ni un gracias. Lo típico de ti.
Le murmuro Román con el tono de quien ha rehecho el mundo en su cabeza varias veces y ninguna con éxito.
El mar, mientras tanto, seguía ahí: vasto, indiferente, ligeramente mareado.
Fue entonces cuando Román empezó a ver cosas. Una gaviota le guiñó un ojo. Un pez volador le insultó mientras le miraba y una nube tenía, sospechosamente, la cara de su trabajadora social.
Y justo cuando el sol empezaba a parecerle un farol intermitente de parking, una silueta apareció en el horizonte, al principio pensó que era otra alucinación: una embarcación blanca con luces, un par de hombres con chalecos fosforitos, y una sirena que sonaba como si una aspiradora estuviera teniendo un orgasmo.
Pero no, era real, venían a por ellos.
-¡Eh! ¡Aquí! ¡Aquí está el Pelegrín Put... Tuk! —gritó, agitando los brazos como si quisiera despegar.
La lancha de Salvamento se acercó con profesionalidad y una expresión en sus rostros que combinaba pena, deber y ganas de contar esto luego en el bar. Uno de los rescatadores subió al velero y evaluó la situación con mirada experta.
—¿Quién está al mando?
Román señaló a Paco, que en ese instante dejó escapar un eructo que olía a anchoas y decadencia.
—Bueno, digamos que la nave iba sola
Respondió Román
—Él es el capitán, pero ha tomado la ruta del coma etílico.
—¿Y usted?
—Yo soy... el copiloto y el portavoz y el que ha tirado la cosa esa naranja. ¿Me dan puntos por eso?
Minutos después, llegó la patrullera de la Guardia Civil. Venían serios, de uniforme, con cara de jueves por la tarde. El agente que abordó el velero parecía haber dejado la empatía en tierra firme.
—¿Son ustedes conscientes de que esta embarcación es robada?
Román dudó. Miró a Paco. Luego al agente.
—¿Robada? Hombre, tanto como robada... la encontramos sin vigilancia. Y en un puerto. Es como si estuviera... disponible.
—Eso se llama delito.
—Ah, bueno, no soy experto en semántica legal
Dijo Román, alzando las manos como quien entrega la guitarra al final del concierto.
Paco, por fin, abrió un ojo. Lo primero que vio fue un guardia civil apuntándole con una linterna. Lo segundo, el mar.
—¿Hemos llegado a Cabrera?
—Ha llegado usted al cuartelillo —dijo el agente, seco.
Paco parpadeó. Miró a Román.
—¿Lo hemos conseguido?
—Depende, si tu sueño era acabar esposado y cubierto de vómito marinero… entonces sí, Paco, lo hemos logrado.
Y así, escoltados por el remolcador, con el sol ya cayendo sobre el horizonte y la dignidad por los suelos, los dos modernos argonautas fueron llevados a tierra firme, donde los esperaba una juez con más paciencia que entusiasmo.
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Pelegrin Tuk |
—A ver, señor... Paco, ¿puede explicar al tribunal cómo llegaron a bordo del velero “Pelegrin Tuk”?
Paco se aclaró la garganta con un dramatismo innecesario, llevaba rato esperando su turno, como quien aguarda en camerinos antes de salir al escenario, alisó nerviosamente su camisa llena de lamparones que ya no recordaba el planchado y adoptó el tono solemne de un explorador relatando su paso por el Cabo de Hornos.
—Señoría, permítame empezar por lo esencial, el velero estaba solo, solo y desamparado, amarrado ahí, como quien dice, con la mirada triste. Ni un alma vigilando, ni un cartel que dijera “no tocar”, ni siquiera una cadenita simbólica. Solo estaba ahí, esperando, mire usted, no fue un robo, fueron una serie de coincidencias entre un objeto náutico y dos corazones libres.
La jueza no pestañeó. Tampoco apartó la mirada. Se limitó a dejar que el silencio hiciera su trabajo. Paco, lejos de intimidarse, redobló su apuesta.
—Entramos al muelle como quien entra a una iglesia en ruinas, con respeto infinito y sí, señora jueza, nos subimos al velero, no lo vamos a negar pero fue por error, por culpa de nuestra curiosidad estética, ya que estaba abierto y quisimos ver cómo era por dentro. Oler la madera, sentir el tacto de la vela enrollada, acariciar los cabos, un acto cultural, si se me permite la expresión.
—¿Y luego?
Preguntó la jueza, con ese tono de madre a la que el hijo ya le ha contado tres versiones diferentes de por qué llegó borracho a casa.
—Luego… ocurrió la magia. Soltamos las amarras, así, como un juego, sólo para sentir el movimiento, el leve vaivén del agua. ¡Un gesto simbólico! Pero… claro, el viento, ya sabe usted cómo es el viento, nos empujó suavemente hacia el centro del canal, sin gobierno hacia la bocana del puerto. Podríamos decir que el viento nos secuestró. ¡Nos vimos navegando! ¡A la deriva! Como Colón pero sin mapas ni patrocinio.
Román, que hasta ese momento había mantenido un perfil bajo, intervino como quien añade especias a una receta absurda.
—Y encontramos las llaves, señora jueza. Ahí, puestas. No tuvimos que forzar nada. El motor arrancó como si también quisiera irse. ¡Parecía cómplice! Como si el barco nos invitara. Si eso es delito, entonces también lo es enamorarse.
Un murmullo contenido recorrió la sala, un joven abogado se atragantó en la tercera fila, La jueza alzó una ceja con la destreza de quien ha oído barbaridades en su vida judicial, pero nunca con esta mezcla de descaro y lírica de cantina.
—¿Entonces su intención era…?
—¡Devolverlo!
Exclamó Paco con indignación falsa
En cuanto vimos que el viento nos llevaba demasiado lejos, dijimos: “¡Vamos a dar la vuelta!” Pero dar la vuelta en un velero no es como en un coche, ¿sabe? Hay boyas, mareas, peces...
Además, se nos complicó el tema, el viento ahora en contra, el hambre de años acumulada, la despensa llena, la botella de whisky a bordo, mi coma etílico, total, cuando quisimos rectificar ya estábamos camino de Cabrera, ahí fue cuando intentamos pedir ayuda, muy dignamente, a través de la radio.
Román asintió con solemnidad.
—Activamos botones. Muchos. Incluso encendimos el microondas por error. Pero no dábamos con la maldita radiobaliza. ¿Quién diseña esos cacharros?
—Y entonces... —interrumpió la jueza con la precisión de un bisturí quirúrgico— ¿decidieron tirarla al mar?
—¡Siguiendo instrucciones!
Exclamó Román
—. ¡Nos lo dijeron desde Salvamento! yo incluso pregunté si tirarla al mar no sería un poco agresivo, simbólicamente hablando. ¡Pero insistieron! Así que nada... al agua.
—Y fueron rescatados —concluyó la jueza, haciendo anotaciones como si intentara contener la risa entre líneas.
—Más que rescatados... arrestados con cariño, señora jueza, los agentes fueron amables, se nota que vieron en nosotros dos almas desorientadas, no criminales. Yo incluso les di las gracias y a uno le ofrecí un poco del vino del barco, que aún nos quedaba. No aceptó, por supuesto muy profesional.
La jueza cerró su libreta y se quitó las gafas con ese gesto que dice “no sé si debo reír o dimitir”. Miró a los acusados y habló con voz seca.
—Bien. El tribunal deja constancia de que los acusados reconocen haber sustraído el velero, haberlo conducido sin licencia y haber provocado una intervención completa de Salvamento Marítimo. Pero dada su... particular versión de los hechos, se suspenderá la pena de prisión a cambio de 120 horas de trabajo comunitario en el puerto donde empezaron su “travesía poética”.
Paco aplaudió, literalmente.
—¡Gracias, señora jueza! ¡Lo haremos encantados! ¡Y sin robar nada más!
Román asintió, derrotado pero aliviado.
—¿Hay trabajo que no implique temas náuticos? Es que me marea…
A las 08:12 del martes siguiente, la jueza Clara Vidal tenía un mal café en la mano y una peor pesadilla en la cabeza.
Había dormido poco, lo poco que durmió, soñó con un titular que parecía redactado por Paco en persona:
“Dos indigentes despegan un Airbus desde Son Sant Joan creyendo que era un simulador de vuelo abierto al público.”
La pesadilla era tan vívida que la jueza, todavía con legañas, llamó directamente al jefe de seguridad del Aeropuerto de Palma.
—¿Hay algún protocolo que impida que un par de personas sin billete, sin licencia, sin... digamos, sin mesura, accedan a la cabina de un avión?
—¿Está hablando de un atentado?
—Peor
Dijo ella con tono seco
—Estoy hablando de Paco y Román.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Luego un susurro casi reverente:
—¡Ah! Los del velero.
El caso ya se había hecho famoso. En foros aeronáuticos circulaban memes con la cara de Paco superpuesta sobre el comandante de un vuelo comercial, con subtítulos como:
“A las Azores, por intuición y por no saber apagar el piloto automático.”
La jueza solicitó una orden de alejamiento preventiva del espacio aéreo, naturalmente el abogado defensor se opuso.
—Mi defendido, Paco, no sabe distinguir un avión de un bingo portátil, señoría.
—Justamente por eso, no los quiero a menos de cien metros de un ala.
Y así se redactó el auto judicial más insólito del año. Su título técnico:
“Orden de Alejamiento cautelar de permanencia en infraestructuras aéreas de interés general, por probabilidad racional de despegue involuntario.”
Los periódicos se relamieron. El titular se vendía solo:
“Prohíben acercarse al aeropuerto a los dos náufragos que ‘rescataron’ de un velero robado, sin tener ni idea de navegación.”
Mientras tanto, Paco y Román recibían la noticia en un banco de la Terminal C. Paco, leyendo en voz alta:
—“...por riesgo potencial de replicar un evento de ocupación no autorizada de vehículo de transporte masivo.” ¡Qué forma más bonita de decir que nos tienen miedo!
—¿Y ahora dónde dormimos? —preguntó Román.
—Donde se duerme la libertad, Román: en la sombra de lo improbable.
Y se levantaron con solemnidad. Se fueron a buscar un sitio nuevo. El Puerto de Sóller les sonaba acogedor. Había yates millonarios, algún ferry, tal vez el hydrofoil inter insular.
La aventura, como el whisky a bordo del “Pelegrin Tuk”, no se había acabado.
—¿Se puede saber qué haces?¿Te pasa algo?
—Quiero invitarte a algo.
—¿Invitarme? ¿Acorralarme en el baño y encerrarme aquí es una invitación? ¡Venga, apártate y déjame salir!
—Soy cliente de este local. No seas estúpida conmigo, solo quiero que te sientas bien.
—¿Pero tú eres gilipollas? ¡Haz el favor de apartarte de la puerta!
Olivia era camarera y la encargada de la barra en la terraza, su trabajo consistía en manejar el cambio, controlar el dinero de las cajas, organizar los espectáculos cuando había "gogós" y la difícil tarea de procurar que siempre hubiera un ambiente distendido, estaba acostumbrada a lidiar con clientes "difíciles", pero aquella noche todo se salió de control.
Álvaro, es el jefe de seguridad, su “guardaespaldas preferido”, al entrar por las noches, ella siempre le ofrecía una sonrisa cómplice, que el correspondía con una mueca de asentimiento, su sola presencia le daba seguridad, cerca de dos metros de músculos bien proporcionados, cabeza afeitada y unas facciones muy duras, pero lo que mas le gustaba es que bajo su tosca mirada flotaba una promesa silenciosa:
“No te preocupes, estoy aquí”.
Aquella noche, aprovechó un momento en el que Álvaro atendía una llamada para ir al baño, mientras se lavaba las manos, un cliente habitual, un hombre tan grande como desagradable, irrumpió en el baño de mujeres, Olivia lo conocía de vista, noche tras noche, él insistía en que algún día sería suya.
Antes de que pudiera reaccionar, la levantó como si no pesara nada y la empujó dentro de uno de los cubículos.
—¡Escúchame bien! Estate calladita si no quieres que me enfade contigo.
Bramó, Olivia le sostuvo la mirada con desprecio.
—Me importa un bledo que te enfades, déjame salir ahora mismo, de esta forma no tenemos nada de qué hablar, si quieres fuera en la sala hablamos lo que quieras.
—¡Que te calles de una puta vez!
Se interpuso entre ella y la puerta, el miedo empezó a invadirla pero no podía dejar que la paralizara. Analizó rápidamente sus opciones, el volumen de la música, apagaría sus gritos de auxilio:
Forcejear sería inútil contra un tipo de su tamaño, necesitaba ganar tiempo como fuese, mantener la calma y esperar una oportunidad.
Él sacó una pequeña bolsa de cocaína de su bolsillo, la abrió con parsimonia y comenzó a preparar dos líneas sobre la tapa del inodoro. Sonrió maliciosamente y pasó su tarjeta de crédito por los labios de Olivia, ella apartó la cara demasiado tarde, sintió el amargor del polvo impregnando su boca.
—Me gusta mucho tu lengua pequeña…
Le susurró al oído, con un aliento que apestaba a alcohol, enrolló un billete de cincuenta euros y se lo tendió.
—Toma, esnifa. Es muy buena.
—Ya sabes que no me drogo. No quiero.
—Alguna vez tendrás que probarlo. ¡No seas niña!.
—¡Por favor, no quiero meterme esa mierda!
Se le quebró la voz, con lágrimas en los ojos.
—¡Ya me has cansado!
Rugió él con su paciencia agotada
—Estoy harto de ser bueno contigo. ¿Crees que alguien te va a tratar mejor que yo? Cuando quiero a una mujer, la consigo y punto, de modo que ponte el billete en la nariz y esnifa.
Olivia tragó saliva, su cuerpo temblaba de rabia y miedo entonces recordó el busca colgado de su minifalda, el que la mantenía en contacto con Álvaro. Tenía tres botones: uno para llamarlo, otro para hablarle y el tercero… el botón silencioso del pánico solo para emergencias.
Inspiró hondo y levantó la mirada, debía ganar tiempo como fuera. Con un esfuerzo sobrehumano, forzó una sonrisa le temblaba todo el cuerpo.
—Lo siento mucho.
Susurró.
—He sido una desagradecida.
Le acarició la cara con fingida ternura y lo besó, se obligó a ignorar la repulsión que sentía, a dejar que su lengua recorriera sus labios con suavidad, su agresor rio satisfecho, tan entretenido que no notó cómo Olivia apretaba el botón de emergencia.
Luego, cogió el billete con fingida disposición, se arrodilló frente a la tapa del retrete y aspiró la línea de cocaína, sintió un ardor desgarrador en la garganta, una arcada le subió desde el estómago. Al levantar la vista, vio que él se había bajado los pantalones. Su miembro erecto delante de su cara la hizo entrar en pánico, un mareo la envolvió.
—Tranquilo…
Susurró con un hilo de voz.
—Métete tu raya. Tenemos toda la noche…
Él sonrió, convencido de su sumisión. Se inclinó sobre la taza, y en ese instante, una voz grave retumbó en los lavabos.
—¿Olivia?
El corazón de ella explotó en el pecho.
—¡Estoy aquí!
—¡Cállate, puta del demonio!
El agresor la abofeteó con furia, otro golpe la derribó. Sintió su mejilla arder y un fuerte pitido en los oídos. Un estruendo sacudió el baño. La puerta reventó y cayó sobre su atacante.
La luz del pasillo la cegó un instante, luego la silueta de Álvaro llenó el umbral, nunca lo había visto así, su mandíbula apretada, los puños cerrados, la rabia vibrando en cada músculo.
Él se abalanzó sobre el agresor y le propinó una patada en el estómago, el hombre gimió y se dobló sobre sí mismo, incapaz de moverse, en aquel instante Olivia sintió que las fuerzas la abandonaban pero antes de caer, unos brazos la sostuvieron en volandas.
—Mi pequeña… Ya ha pasado todo. No quiero verte llorar más.
La abrazó con fuerza, como si así pudiera borrar lo que había sucedido. Sus ojos oscuros brillaban con algo que parecía… una lágrima.
La dejó con suavidad en un cubículo cercano y cerró la puerta.
—Quédate aquí. No te muevas.
Sacó su interfono y habló con un tono que ninguno de sus compañeros le había escuchado usar antes.
—¡Venid al baño de la terraza. Ahora!
Su voz era un trueno contenido, luego, se volvió hacia el agresor, que seguía tendido en el suelo, su pecho oscilaba para respirar con dificultad.
Álvaro se acercó y lo tomó del cuello de la camisa, levantándolo como si no pesara nada. Su voz, más grave y potente que nunca, retumbó en las paredes del baño.
—¿La has drogado?
El hombre no alcanzó a responder antes de recibir un puñetazo seco en el rostro.
—¡Dímelo, hijo de puta! ¿La has drogado?
Cada palabra venía acompañada de un golpe, cada golpe, de un gruñido ahogado.
—Ahora vas a saber lo que es estar drogado
Susurró Álvaro con una frialdad aterradora, mientras sus compañeros llegaban.
Olivia cerró los ojos, solo quería olvidar, quería que todo terminara.
Pero algo le decía que Álvaro no iba a permitir que el agresor lo olvidara jamás.