Su señoría el muy honorable Diputado Albal era un hombre muy moderno, o eso decía cuando convenía, aunque, curiosamente, muchas de sus costumbres olían a establo medieval, eso si con perfume caro.
Entre ellas destacaba una especialmente… histórica:
Una especie de derecho de pernada administrativo, aplicado no sobre campesinas del feudo (que ya sería demasiado anacrónico incluso para él), sino sobre el erario público, que sufría toqueteos presupuestarios cada vez que su señoría el señor Albal organizaba uno de sus “encuentros culturales nocturnos”.
Oficialmente, figuraban como “gastos para fomentar la socialización institucional y el bienestar del representante público”, eso si en aras de la normalización de la convivencia entre los súbdit ... ciudadanos, digo, ciudadanos.
Extraoficialmente, todo el mundo sabía que significaba facturas de clubes nocturnos, acompañamientos profesionales premium, champagne y sustancias de todo tipo, capaces de disolver la deuda externa de un país pequeño.
En lugar de un despacho oficial, con sus escoltas, chóferes, cocineros, parecía que tuviera un castillo con murallas, almenas y una buena colección de arqueros apostados, cuyo objetivo era el aislamiento con la plebe.
Como durante los veinte años ocupando el cargo, en lo que el llamaba "un sacrificio fiel y desinteresado", expresión que utilizaba con la misma dignidad con la que los señores feudales hablaban de sus tributos por respirar, por el agua, por el viento, por el sol, por aparcar las carretas en el suelo. La gente del barrio decía que eso no era un escaño, era una herencia.
Cuando una pseudo-periodista valiente insinuó que aquello recordaba demasiado al derecho feudal de exigir favores íntimos por el simple hecho de ostentar poder, Albal respondió con su característica mezcla de indignación ofendida y dignidad de ópera:
- ¡Santo Dios, esto es un bulo, producto de un lodazal donde usted trabaja!
- ¡Por favor! ¡Yo jamás abusaría de mi cargo! ¡Además soy feminista porque soy socialista!
- Esto son… ejem actividades para el fortalecimiento emocional del servidor público. Muy recomendadas por psicólogos, sociólogos y… bueno, por sí mismo.
- ¿Cómo responde su señoría a quienes dicen que usted gobierna como un señor feudal?
Repreguntó la valiente, ajena a que esa misma tarde ya se estaba preparando una investigación fiscal de toda su vida y la de sus padres.
- Vamos a ver, señorita ... feudal, feudal ... Yo prefiero decir que mi autoridad es tradicionalmente moderna, además nadie esta obligado a votarme. Bueno casi nadie.
Después añadió, aclarándose la voz como si fuese una concesión democrática:
- Yo no cobro diezmos. Solo impuestos que es distinto, mas progresista.
- Además, yo no me aprovecho de nadie. Solo del presupuesto, que está para eso, para servir al pueblo… que a su vez me sirve a mí, en un bucle recursivo.
Su asesor principal, una especie de mayordomo táctico que parecía haber nacido con traje y subordinación incorporados, asentía como un vasallo certificando la sabiduría del señor:
- Mi señor… digo, señoría diputado, todo gasto es justificable si se le pone un nombre suficientemente largo.
En su oficina, situada en medio de su palacio fuertemente custodiado, Albal recibía a su círculo de confianza, mas un pequeño grupo de asesores (948), que se comportaban como vasallos con máster, coche oficial y cocinero. Uno de ellos le llevaba el scroll del móvil como un escriba interpretando pergaminos del siglo XIII. Otro le juraba lealtad cada vez que sonaba una encuesta electoral, realizada en alguno de sus territorios.
- Mi señoría, seguís por encima de la oposición. La plebe está contenta.
Albal asentía satisfecho y mientras lo celebraba con una comida en alguna marisquería, ordenaba subir impuestos, al fin y al cabo si tenían a su diputado contento, revertiría indirectamente en la felicidad del Reino
En privado, sus subalternos bromeaban:
- Albal no tiene un despacho, tiene un feudo fiscal.
- Sí, y cada trimestre ejerce su "ius primae noctis"… pero con Mastercard del Estado.
El barón moderno sonreía si alcanzaba a oír esos comentarios, "la envidia era señal de liderazgo", igual que en la Edad Media.
Cuando llegaban las auditorías del Trinunal de Cuentas, él adoptaba la postura clásica de noble ultrajado:
- ¡Que cuestionen mis honorarios! ¡Que cuestionen mis decisiones políticas! ¡Pero que cuestionen mis… gastos recreativos… eso es intolerable! ¡Solo he gastado 420.000 € en 2 años!
Es un ataque directo a mi dignidad institucional y añadía con gravedad casi religiosa:
- La Democracia está en peligro, el problema de la sociedad actual es que ya no se respeta la autoridad moral de los líderes. Antes un señor feudal podía hacer lo que quisiera y nadie lo juzgaba. ¡Eso sí era orden!
Los auditores, naturalmente, no sabían si estaban evaluando una cuenta pública o los registros de una taberna medieval altamente rentable, pero lo verdaderamente curioso, es decir, lo deliciosamente irónico, es que Albal no caía nunca. Jamás.
Cualquier escándalo resbalaba sobre él como el agua sobre un pato con fuero parlamentario.
En cada elección volvía a ganar, con su sonrisa de noble satisfecho y su promesa de “seguir luchando por los ciudadanos”. Los mismos ciudadanos que, al verlo pasar, murmuraban:
- Ahí va nuestro señor feudal posmoderno.
- Sí, pero al menos tiene buen gusto con el dinero que nos quita.
- Más que gusto… libido presupuestaria, diría yo.
- ¡Me gusta la fruta!
- Pero mejor que no votemos a otro, porque somos tan estúpidos que seguro que votariamos mal y nos gobernaria otra señoría aún peor, según dice él.
Al final, Albal era el reflejo perfecto de una verdad incómoda, que cambiamos el caballo o la carreta por un coche oficial, el castillo por un despacho, y la servidumbre por votantes…
Pero la esencia del poder seguía oliendo a pergamino, humo de antorcha y recibos que nadie quiere mirar. Así, entre presupuestos mal empleados, honorarios inflados y “actividades nocturnas” cargadas a la cuenta común, el Barón de la Autonómia del Norte seguía reinando.
Sino porque, a diferencia de sus antepasados medievales, él tenía algo aún más poderoso:
PD Todo parecido con la ficción es mera coincidencia.
Etiquetas: feudal , pensamiento , pernada , relato
De repente comprendió que debía haberse esforzado más en sus clases de Lengua Castellana con su profesora Mari Carmen. O quizás no en las clases, en los benditos adverbios, no les veía utilidad, le parecían un adorno, era un territorio oscuro donde él se perdía como un turista sin el Google Maps.
- Te quiero aproximadamente.
Dijo, muy convencido de que aquello sonaba romántico. Ella parpadeó, dos veces exactamente.
- Aproximadamente… ¿cómo que aproximadamente?
Preguntó intrigada, inclinando la cabeza con una pizca de ternura y otra de alarma.
- Pues… eso, que quiero aproximarme a ti
Reformuló él, creyendo que estaba arreglando el desaguisado, como cuando el navegador del coche se queda en suspenso, con una banderita parpadeante: "Recalculando".
No, la realidad es que solo lo estaba deslizando hacia otro desastre, tanto como durara la conversación.
- Ya…
Ella respiró hondo, con paciencia
- Creo que te entiendo… más o menos.
Él sonrió, feliz por haber sido “más o menos” entendido. No era un diez, pero era un aprobado justo, y eso ya era victoria.
- El problema es que me gustas, algo.
Añadió.
- ¿El problema?¿Algo?
Ella sonrió de lado, empezando a pillarle el truco
- ¿Quieres decir que te gusto… bastante?
- Sí, sí, eso, exactamente bastante… casi.
- Ajá. ‘Casi bastante’. Vale. Continúa
Respondió ella, como quien acompaña a un niño que está aprendiendo a hablar. Él ya se vino arriba.
- Tú estás colgao por alguien… o sea, yo estoy colgao o alguien está colgao.
Ella se rió bajito. Ahí ya no traducía, solo disfrutaba del caos.
- ¿Esta es tu forma de seducir?
Preguntó, pero sin dureza. Más bien como quien estudia un fenómeno lingüístico raro.
- No te enfades tampoco
Suplicó él, usando “tampoco” como si fuera sal y la echara sobre todo.
- No me enfado. Solo… que me cansas un poquito demasiado
- Dijo ella divertida, ahora jugando al mismo juego, mezclando adverbios como quien estrena un juguete nuevo. La reacción de él fué inesperada, abrió los ojos como platos, fascinado.
- ¿Eso quiere decir que casi follamos?
Soltó él, con la ilusión de alguien que cree haber resuelto una ecuación complicada. Ella no se escandalizó. Al contrario, arrugó la nariz divertida.
- A ver… “casi” no. Digamos que “eventualmente podríamos haber”
Respondió, devolviéndole el error con gracia académica.
- Pues sí.
Dijo él, celebrando contento el tener cualquier respuesta afirmativa.
- Es una lástima, has estado a punto de conseguirlo. Siempre he querido acostarme con un imbécil.
Ella se puso las manos en la cintura, mientras contestaba.
- Cuando dices “imbécil” quieres decir… ¿“alguien un poco confuso verbalmente”?
Propuso, intentando auto-suavizarse el golpe.
- Sí, eso. Muy confuso.
- Muchísimo poco confuso
Aclaró él, orgulloso.
- Perfecto
Dijo ella, ya sumergida en ese dialecto imposible
- Mira, te salva que yo esté algo bastante salida y tú estés muy bueno aproximadamente.
La cara de él se iluminó.
- Entonces… tal vez follaremos cerca.
Ella parpadeó otra vez. Muy lento. Como quien reinicia el sistema.
- Cerca no. Pronto
Lo corrigió con paciencia infinita, acercándose un paso
- Pero solo si te callas… definitivamente.
Él asintió con la cabeza, rotundamente suave. Así quedó él, atrapado en su selva de adverbios mal utilizados, y ella, traduciendo, reinterpretando y convirtiendo cada torpeza en un puente, porque a veces el lenguaje falla… pero siempre hay alguien que te entiende, aunque tengas la gramática en huelga.
"Lo más importante es quitar el miedo de los pacientes.
La visión de los escotes distrae del dolor..."
Marie-Catherine Klarkowski
Entre las sillas verdes de la sala de espera, las revistas antiguas sobre una especie de mesilla, decoración que parecía elegida por alguien con alergia al buen gusto, las miradas huidizas se cruzaban como si todos compartieran el mismo pensamiento:
"Aquí vamos a morir, pero va a ser de forma ruidosa"
Los alaridos del último paciente, desaparecido en la consulta como si la hubiera tragado un Sarlacc, corroboraban este pensamiento, sugerían que allí dentro no curaban bocas, hacían experimentos con las cuerdas vocales. Los gritos se mezclaban con el zumbido de mini-aspiradores, chorrillos de agua y tornos que sonaban como si un duende enfadado estuviera afilando un sable láser.
Las rodillas de los pacientes temblaban tanto que hasta sonaban sus temblores, maravilloso verlos fingir dignidad mientras cada músculo de sus caras gritaba: "¡No quiero estar aquí, pero tampoco quiero admitirlo!".
---oooOooo---
Cerré los ojos en aquella postura de mártir voluntario, ahora venía el momento: “charla tranquilizadora”. Ese ritual absurdo en el que el dentista asegura que “no es para tanto”, justo antes de meter en tu boca algo que parece diseñado por Torquemada con delirios de ingeniero.
Lo que ya me extrañó y debería haberme hecho salir corriendo, fue la bata de la dentista, tan corta que daba la impresión de que había habido un accidente con la secadora. Tampoco había auxiliares a la vista, detalle que en retrospectiva me hizo pensar que quizá tampoco había licencia sanitaria a la vista.
Me llamó con una vocecita sensual vocalizando bien, de esas que se usan para engañar a los gatos para que entren en el transportín.
Noté que llegaba mi hora por el olor. Perfume intenso, de esos que te obligan a abrir los ojos… o a cerrarlos más fuerte, por si acaso y mientras yo seguía en modo “cadáver obediente”, sus manos bajaron sobre mis hombros con una suavidad sospechosa. La clase de suavidad que anuncia problemas.
Entreabrí un ojo. Ahí estaba ella: sonriendo, sin máscara, sin guantes, sin el más mínimo respeto por los protocolos sanitarios o por las normas básicas del sentido común.
-¡Venga, abre la boca! O la abres tú o te la abro yo, tu eliges.
Encantadora. Como una mezcla entre Freddy Krueger y un funcionario carcelario con mal despertar.
Intenté estirar aquel instante previo al horror y pensar en cosas bonitas, como anestesia sin dolor o escapatorias dignas. Pero entonces su perfume me rodeó, después sus labios, después… digamos que la higiene dental dejó de ser la prioridad del encuentro.
A partir de ahí todo adquirió una cualidad… poco profesional.
El mini chorro de agua a presión cambió de dirección, hacia sus pechos, generando unas evidentes transparencias en la tela, seguido de un:
-¡Ohhh, que mala puntería!
La bata decidió rendirse, los botones saltaron con dignidad, y antes de que yo pudiera procesarlo, ya había pasado a un capítulo completamente distinto del folleto informativo del seguro dental. Tenía la sensación de que, si sobrevivía, iba a necesitar terapia o un manual de mantenimiento.
No entraré en detalles, para dar pie a la imaginación del amable lector pero digamos que la escena derivó en actividades que no vienen explicadas en el tema estricto de una limpieza bucal.
Hubo gritos, quejidos, rugidos, pero las súplicas venían en sentido contrario para que no acabara todavía. No estoy orgulloso de nada, salvo quizá de mantenerme consciente.
---oooOooo---
-¡El siguienteeeee!
De repente empecé a oir un aplauso como "in crescendo", luego poco a poco dicho aplauso se convirtió en cachetes en la cara. Ahí estaba yo, tirado en la sala de espera, empitonado, rodeado de gente que me miraba como si acabara de protagonizar un documental sobre fobias extremas. Me había desmayado, aparentemente sin espectáculo adicional.
Extrañamente, me levanté como un resorte y entré sonriente en la consulta, ya con la boca abierta, preparado, casi ilusionado.
El fotógrafo se llamaba Ramiro, aunque en los foros de internet firmaba como “Rami Art Photography”. Su carrera artística era, siendo amables, una sucesión de fracasos entrañables:
Fotos de gatos movidos, puestas de sol quemadas de tanto saturar el color, y algún intento de retrato en bodas de pueblo que terminaba siempre con novias medio cortadas por la frente o por los pies. Su última “exposición” había sido en el bar de su primo, junto a la máquina tragaperras, con carteles hechos en la impresora de la biblioteca.
Ramiro, que no era tonto del todo, estaba convencido de que la próxima serie sería la definitiva, su obsesión era conseguir algo que pareciera arriesgado, transgresor… aunque no tuviera ni idea de cómo hacerlo.
Llevaba meses obsesionado con una idea: quizás necesitaba una musa. No una novia, no una amiga, sino alguien con un rostro fotogénico al que convencer de que él era un visionario incomprendido. Tenía claro que una buena foto no dependía del encuadre ni de la luz, cosas que nunca había dominado y era consciente de ello, necesitaba tener delante a alguien lo bastante atractivo como para maquillar sus carencias.
Y ahí entró Lupe.
Lupe era una mujer que soñaba con escapar del anonimato gris de su trabajo en una inmobiliaria de segunda fila. Pasaba las tardes frente al espejo ensayando poses de revista y se había convencido de que tenía un “aire internacional”. Solo necesitaba alguien que le diera el empujón definitivo, dentro había una mujer convencida de que llevaba dentro a una estrella todavía no descubierta. No tenía agencia, ni representante, ni portfolio profesional, pero en su mente aquello estaba claro: “Solo necesito una foto buena", una sola y ya me llamarán de revistas, marcas, Reality Shows y por qué no, protagonista de alguna serie en el mismo Netflix.”
Por fin se juntó el hambre con las ganas de comer.
Ramiro vio en ella la oportunidad perfecta. Y Lupe, ingenua y ansiosa de brillar, se dejó envolver por sus palabras.
—Mira, Lupe, el mundo de la fotografía está saturado. Las modelos de catálogo están todas iguales: bikinis, playas, sonrisas falsas… Eso está muerto. Lo que vende ahora es lo auténtico, lo visceral, lo que huele a sufrimiento y a verdad
Decía él, con tono de gurú.
—¿Y qué propones?
Preguntó ella, entre interesada y desconfiada.
—Nieve. Frío. Desnudez. Una mujer contra los elementos. Tú. Eso sí que es una imagen de portada.
Lupe dudó pero Ramiro siguió hilando su tela de araña con artimañas baratas:
—¿Sabes cuántas artistas empezaron así? Las grandes fotos de la historia son siempre de alguien que se atrevió a más. Además, yo tengo contactos…
Mentía, claro. Sus “contactos” eran tres seguidores de Instagram, cinco en Facebook, dos de ellos de sus familiares y algún like en una web de fotos.
Le prometió que aquello podría acabar en una revista de tendencias, quizá incluso en un concurso internacional.
—Imagínatelo, Lupe: tu foto expuesta en París. Tu rostro congelado pero inmortal. Y todos sabrán tu nombre.
Con el discurso aprendido de charlas de YouTube y frases copiadas de entrevistas a fotógrafos famosos, empezó a engatusarla, aunque no hay nada mas facil que halagar al que tiene carencias de afectos.
—Lupe, lo tuyo no es la belleza típica… lo tuyo es magnetismo. Tú no eres de catálogo, eres de portada. Si alguien puede dar el salto eres tú, pero necesitas una mirada distinta. Y esa mirada… es la mía.
Ella, profundamente adulada, preguntó con un brillo ingenuo:
—¿Y qué haríamos?
Ramiro, teatral, desplegó su plan como si fuera una revelación artística:
—Imagina esto, nieve, vacío, naturaleza hostil. Tú en el centro, frágil pero poderosa. La belleza contra el frío. La carne humana contra lo eterno.
Lupe tragó saliva. Se le erizaba la piel solo de pensarlo.
—¿Y no… no es demasiado arriesgado?
Ramiro inclinó la cabeza, bajando la voz con tono de conspiración:
—Lupe… ¿quieres ser recordada o quieres ser una más?
Con esa pregunta, la atrapó. Ella ya no veía nieve ni hipotermia, solo flashes, entrevistas, una agencia llamándola, un contrato, la portada de Vogue. Y aunque por dentro temía pasar horas congelada, se convenció de que aquel sacrificio sería la prueba de fuego para entrar en el mundo del estrellato.
Le prometió que aquello podría acabar en una revista de tendencias, quizá incluso en un concurso internacional.
—Imagínatelo, Lupe: tu foto expuesta en París. Tu rostro congelado pero inmortal. Y todos sabrán tu nombre.
Ella, fascinada por el relato y cegada por la posibilidad de salir del anonimato, aceptó. Eso sí, con condiciones.
—Pero no pienso posar sin calzado, Ramiro. No quiero que mis dedos acaben amputados por tu arte.
Ramiro, en el fondo, lo sabía: no tenía ni idea de cómo conseguir que una foto así llegara más lejos que su cuenta de Facebook. Pero lo importante era que ya tenía lo que buscaba: una modelo atractiva a la que engatusar.
Así fue como terminaron en medio del campo nevado: él cargando una cámara prestada de segunda mano y un termo con cacao, y ella convencida de estar protagonizando el comienzo de su leyenda.
El inicio fue artístico, muy conceptual, “la fuerza del cuerpo humano contra la naturaleza”. Pero la realidad tenía que hacer sus matices.
Primero, la modelo apareció envuelta en un abrigo gigante de plumas, gorro de lana, bufanda y unos guantes de esquí que parecían manoplas de oso. El fotógrafo, excitadísimo con la sesión, le dijo:
—Vale, ahora… ¡quítatelo todo!
Y ella:
—¿Aquí? ¿En serio? ¡Si no siento las piernas!
Al final, entre risas y protestas, la modelo se quitó el abrigo y quedó como en la foto: con apenas una gasa y unas botas que no eran para nieve. El fotógrafo, muy profesional, intentaba dar indicaciones como si no pasara nada:
—¡Perfecto! ¡Más sensual! ¡Mira al horizonte!
Mientras tanto, la pobre modelo pensaba: “¿Horizonte? ¡Si solo veo un iceberg en mi nariz!”
Pero sucedieron algunas cosas ...
Un señor del pueblo que paseaba a su perro se detuvo y, sin decir palabra, miró la escena como quien ve a alguien freír churros en mitad de la carretera, en cambio el chucho se quedó fascinado con la bufanda tirada en la nieve y se la llevó dando cabriolas.
El vecino, con su perro y su imaginación calenturienta, al ver a la modelo semidesnuda entre los copos blancos y al fotógrafo hundido en la nieve, sacando fotos, pensó:
“Esto no es nieve normal… ¡esto debe ser heroína! Han montado un laboratorio clandestino en mi camino rural.”
Ni corto ni perezoso, llamó a la Guardia Civil para denunciar “un alijo sospechoso con rituales raros”. La mezcla de palabras fue suficiente para que la central se activara como si estuvieran cayendo narcos en helicóptero.
El fotógrafo había resbalado hacia atrás mientras buscaba el “ángulo perfecto” y cayó de culo en la nieve, ahí se quedó por orgullo, no soltó la cámara. Eso sí, gritó:
—¡La tengo! ¡La tengo!”
Parecía una foca varada pero por fin tuvo su primera ansiada foto de la sesión.
| Instantanea desde el suelo |
Cronologicamente los hechos siguieron así:
Primero llegó una patrulla, pero al escuchar “droga” pidieron refuerzos. En menos de veinte minutos había un despliegue absurdo: tres coches, un furgón y hasta un perro antidroga que, en cuanto olió la escena, se fue directo a oler las botas mojadas de la modelo, convencido de haber encontrado “el cargamento”.
El fotógrafo aún con el culo hundido en la nieve, pálido, levantó las manos mientras uno de los agentes gritaba:
—¡Quietos ahí! ¿Qué transportan? ¿Dónde está la mercancía?
La modelo, con el abrigo mal puesto, respondió con sarcasmo helado:
—La mercancía soy yo, señor agente, pero se va a derretir en cinco minutos.
Los guardias empezaron a patear la nieve y clavar bastones, convencidos de que encontrarían bolsas ocultas. Mientras tanto, el fotógrafo intentaba explicarse:
—¡Esto es arte, juro que es solo arte! ¡Blanco sobre blanco, la fragilidad del cuerpo frente a lo efímero!
Uno de los agentes lo miró serio y dijo:
—¿Arte? Mire, si yo tuviera que inventar una coartada, usaría la misma palabra.
El clímax llegó cuando abrieron la mochila del fotógrafo y encontraron varias bolsitas con polvos… ¡de cacao instantáneo! Para preparar bebidas calientes durante las pausas.
El silencio fue monumental. Lupe ya desatada se carcajeó y dijo:
—Menos mal, porque si fuera heroína de verdad, yo ya me la habría esnifado para entrar en calor.
Al final, después de un buen rato de papeleo absurdo, los agentes se marcharon, medio avergonzados pero con la excusa de que “tenían que asegurarse”. El fotógrafo, aún temblando, murmuró:
—Esto va a quedar mejor que cualquier exposición.
Y la modelo, mirando la nieve pisoteada, contestó:
—Sí, pero mejor ponle un título realista: ‘Tráfico de nieve en un paisaje nevado’.
Pero gracias a esta escena caótica, sobre todo a la grabación del vecino del perro y Youtube el vídeo se hizo viral, eso si nadie sabe quien era esa Lupe tapada con una gasa ni el fotógrafo aleteando las piernas ridiculadamente y haciendo fotos atrapado en la nieve blanda, quizás no era el tipo de fama deseada.

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